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La llegada del AVE a Asturias, el pasado lunes, fue un acontecimiento mayor. Los telediarios aludían con asombro a las características del túnel de Pajares, una monumental obra de ingeniería que por fin había permitido enlazar Madrid con Oviedo como quien tira una línea con ... el rotring. Al día siguiente, El Diario Montañés, en una crónica de Daniel Martínez, enfocaba la noticia con ánimo deportivo: «Cantabria y La Rioja compiten en la carrera de la alta velocidad, pero no por llegar las primeras a la meta, sino por no ser los últimas. Y ambas comunidades, las únicas que en este momento no tienen en su territorio ni siquiera obras del AVE en marcha –ya no líneas en funcionamiento–, están muy igualadas en esta particular lucha de territorios rezagados». Quizá me pueda el corazoncito, pero hay que recordarle al compañero Martínez que las circunstancias geográficas dejan en clara ventaja a La Rioja. ¡El farolillo rojo es nuestro y no admitimos empates! Somos como aquellos equipos de Primera que ya están descendidos en noviembre y se dedican melancólicamente a ver cómo juegan los demás. Al fin y al cabo, en Cantabria hay abundante mar, varios puertos hermosos y una imponente cordillera; pero La Rioja, tierra situada en pleno valle del Ebro, ha tenido que esforzarse mucho para conseguir ese último puesto. Todavía en los años ochenta éramos conocidos como un «cruce de caminos», tópico que aparece incluso en el himno logroñés que compusieron José Manuel Calzada y Rafael Ibarrula y que hoy cantan con entusiasmo los jóvenes que asisten al lanzamiento del cohete mateo.
Alguien, sin embargo, nos ha quitado de repente los caminos y ya no somos ni cruce ni nada. De una manera asombrosa, a lo David Copperfield (el mago), hemos completado nuestra transformación en isla. Más aún: somos una isla distante, ultraperiférica, uno de esos territorios vagamente europeos que ni siquiera aparecen en los mapas de lo lejos que están; somos las Azores, la Martinica, las Antillas holandesas, la Polinesia francesa, el Hierro. En cierto modo, a la chita callando, sin levantar la voz ni convocar referendos ilegales, sin afrontar exilios ni cárceles, hemos conseguido hacer realidad el sueño de Puigdemont: somos independientes, ¡mucho más independientes que Cataluña o el País Vasco! Ya quisiera esa gente levantisca gozar de un aislamiento tan espléndido, de un ensimismamiento tan feliz. Aquí ni siquiera tenemos puentes aéreos. Madrid, desde Logroño, es apenas una ensoñación lejana, la capital de un país que nos cogió el idioma y nos dejó sin trenes, ese remoto lugar al que mandamos cuatro diputados y cinco senadores para que agachen la cabeza, aprieten el botón que les digan y cobren las dietas correspondientes.
Llegados a este punto, tal vez no merezca la pena ni protestar. Tenemos que ganar a Cantabria –esa es nuestra liga– y asegurarnos la última posición. La gloria del farolillo rojo no la tiene el penúltimo clasificado, eso lo sabe cualquier ciclista que haya corrido el Tour. Debemos renunciar a que nunca llegue ningún tren y quizá sería bueno pedir una nueva prórroga para la autopista AP-68. Aznar se acordará de cómo se hace eso. Tampoco hace falta apretar con las obras de la Ronda Sur. Ya nos han aclarado que se acabarán, sí o sí, en el año 2023, 2024, 2025 o en el algún otro ejercicio que todavía es «prematuro» señalar. Del mismo modo, debemos agradecer al Ministerio de Transportes que ni se acuerde de que la A-12 tiene que continuar hasta Burgos y no estaría de más explicarle al señor Puente que nosotros vivimos muy bien aquí solos, en nuestra islita, sin que nadie nos moleste, salvo algún trailer lituano, y que si le sobra algún milloncito, el verificador internacional le podrá indicar dónde invertirlo mejor.
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