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Al emérito, ese insólito espécimen cazador-recolector (cazador de elefantes y recolector de fortunas), también hay que reconocerle sus virtudes. No pienso ahora en la transición, sino en un momento mucho más cercano en el tiempo. Sucedió –tal vez lo recuerden ustedes–, en Chile, el ... 10 de noviembre de 2007, durante una cumbre iberoamericana. Hugo Chávez hablaba con su delirante verborrea caribeña e interrumpía continuamente al presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, que trataba sin éxito de meter baza. El emérito estalló y le reconvino: «¿Por qué no te callas?», frase feliz que de inmediato alcanzó la gloria de las camisetas y que hoy cuenta incluso con entrada propia en la wikipedia.
En este momento he pensado yo esta semana tras escuchar al expresidente Aznar clamar, con el gesto simpático y amable que le caracteriza, en contra del reconocimiento del Estado palestino, algo que el propio PP defendía antes de que a Netanyahu se le fuera la pinza y decidiera arrasar Gaza. Haber sufrido un genocidio no da derecho a practicar otro, como parecen creer los halcones sionistas, y censurar las atrocidades cometidas por Israel en la Franja no es ejemplo de antisemitismo. Más aún: uno puede (yo diría que incluso debe) condenar la matanza salvaje de Hamás –organización terrorista y teocrática que oprime a la mujer y a las minorías de su propio pueblo– y condenar acto seguido la respuesta atroz y fuera de toda medida del Gobierno israelí, convertido por obra y gracia de Netanyahu en una ciega y vengativa máquina de asesinar. Un niño de Gaza no vale menos que un niño de Tel Aviv o de Logroño.
En esto, el presidente Sánchez ha mantenido una postura coherente y justa, por delante de la mayoría de sus homólogos europeos y occidentales, y hay que agradecérselo. Tal vez la opción de los dos estados sea hoy una quimera, pero es la única posible si queremos algo parecido a la paz en Oriente Medio.
Pero Aznar, ese titán de la geopolítica, el hombre que hablaba español con acento de Arizona, el tipo que ponía los pies sobre la mesa en el rancho de Bush, ha resuelto que Palestina no existe y que «la operación de Israel debe terminar por el bien de todos» (salvo de los propios palestinos, supongo). Yo no me atreveré a enmendar la plana a un señor que ha dado conferencias en Georgetown, pero no estaría de más que los dirigentes de su propio partido –si se aclaran– le espetasen aquella frase del emérito.
Habrá que recordar que Aznar nos embarcó a todos en una guerra inicua, basada en un cúmulo formidable de mentiras, que no resolvió nada y solo añadió nuevas y pavorosas convulsiones. ¡Qué tiempos aquellos! Los dirigentes del PP se preguntan ahora estupefactos cómo es posible que tantos socialistas traguen con la amnistía, pero conocen la respuesta de primera mano: cuando Aznar mandaba, ellos agachaban la cabeza hasta el límite del esguince cervical, lo adoraban como pastorcillos y no se atrevían a decir ni media palabra en contra de la perversa invasión de Irak. Ni con un garrafón de burundanga se consigue un estado de sumisión química tan perfecto como el que reina en los partidos políticos, especialmente si están en el poder y hay canonjías para repartir.
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