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La democracia tiene sus ventajas, pero el placer estético de un desfile de cardenales por la Capilla Sixtina no lo dan las elecciones municipales. Tienen ... los cónclaves un encanto renacentista y florentino, un antiguo maquiavelismo que excita la imaginación del espectador más ateo. Ya no existen papas como Alejandro VI, el último pontífice español, un hombre refinadísimo que tuvo nueve hijos y se paseaba en caballo blanco por las calles de Roma, aunque ni siquiera las elecciones americanas concitan tanta atención como estos comicios de sufragio tan restringido.
Los cardenales sostienen devotamente que es el Espíritu Santo quien dirige la elección y que ellos son simples instrumentos, pero si uno repasa la historia de la Iglesia hay que reconocerle al Espíritu un sentido del humor muy retorcido. Ahí tenemos los casos de Benedicto IX, que fue Papa en tres ocasiones y acabó excomulgado; de Julio III, que convirtió en cardenal a su hijo adoptivo, con el que retozaba por las noches; o de Benedicto XIII, que renunció a sus tareas de gobierno y se las encomendó a un fulano, Niccolò Coscia, que saqueó sin miramientos las arcas vaticanas.
Si la Iglesia católica ha sobrevivido dos mil años no ha sido, como a veces se dice, por su carácter inmutable y su apego a una tradición milenaria, sino por su habilidad para adaptarse al fluir de los tiempos: supo ser medieval, renacentista y barroca cuando tocaba. La Iglesia del siglo II no tiene nada que ver con la del siglo XIV y ninguna de ellas se parece a la del siglo XX. ¡Pero si fue un sacerdote, el abate Pierre Lemaître, profesor de la universidad católica de Lovaina, quien propuso en 1931 la teoría del big bang como origen del Universo! Aun así, mover una institución tan formidable debe de ser al menos tan difícil como manejar un tráiler de 24 ruedas y los papas que lo intentan corren el peligro de acabar encajados en alguna carretera comarcal, como les sucede a los camioneros polacos despistados que se pierden por la Demanda.
¿Qué quiso hacer realmente Francisco? Su mirada cautivó a líderes de la izquierda y enfadó a los católicos ultramontanos, pero todos ellos se quedaron en los gestos: Bergoglio no se movió un milímetro de la ortodoxia. No tiene mucho sentido pretender que la Iglesia se convierta de golpe en el Partido Socialdemócrata Sueco en asuntos como el aborto o la eutanasia, pero hay dos reformas inexcusables que, por mucho dogma que invoquen los tradicionalistas, sí debería acometer con urgencia: el final del celibato sacerdotal y, sobre todo, la igualdad de la mujer y su acceso al sacerdocio.
Otras confesiones cristianas ya han recorrido ese camino y no les ha caído ningún rayo del cielo. Aducir brumosos pasajes bíblicos para justificar esta dolorosa e injusta postergación sería como empeñarse en seguir leyendo el Génesis de manera literal, arrasar el magnífico observatorio astronómico del Vaticano y excomulgar 'post-mortem' al pobre Lemaître.
O Francisco no quiso dar este paso o no se atrevió. «Hace ya más de medio siglo que los católicos progresistas están deseosos de ver a su Iglesia entrar en la era moderna», escribió el diplomático británico John Julius Norwich, autor de 'Los Papas'. Acabar con este reducto atávico del machismo tal vez sea la tarea más acuciante e importante de los próximos pontífices. Incluso desde el punto de vista orgánico, prescindir de la mitad de la población –y de la mitad más devota– no parece la mejor idea.
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