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Hay algo fascinante, entre onírico y melancólico, en las fotografías del aeropuerto de Agoncillo que ha hecho esta semana mi compañera Sonia Tercero. Comandantes, auxiliares de vuelo y pasajeros arrastran sus maletas con paso perezoso, lánguido, a la incierta luz del crepúsculo. Hay cuadros de ... Hopper que desprenden mayor animación y alegría de vivir.
Tal vez debamos hacer algo de autocrítica comunitaria y no cargar todas las facturas a la cuenta de nuestros políticos. En su momento a casi todos nos parecía de perlas el aeropuerto y eran pocas las voces que se atrevían a alzarse, al menos en público, para denunciar la desmesura. Mea culpa. Su fracaso era mucho más previsible de lo que entonces suponíamos; no lo quisimos ver porque nos imaginábamos pasando los fines de semana en Londres o en París, llevando una vida de futbolistas con el avión en nuestra puerta.
Aquella era la época del florecimiento de los vuelos 'low cost' y veíamos en el dueño de Ryanair a un agente democratizador y no al pispas de bolsillos hambrientos que ha demostrado ser. Ni siquiera la huella de carbono nos importaba demasiado; andábamos más preocupados por los botes de laca que por los combustibles fósiles. Mientras uno no se cardase el pelo podía pasarse el año viajando y soltando humos, con la tranquilidad de saber que estaba luchando heroicamente por la supervivencia del planeta y de su fugitiva capa de ozono.
El PP acababa de prorrogar la concesión de la autopista y sus dirigentes, con el presidente Sanz a la cabeza, insistían en que la AP-68 no «vertebraba» la región porque los conductores corrían de lo lindo y ni se fijaban en la catedral de Calahorra. El futuro, no cabía duda, iba por los aires. A estas alturas tendríamos que estar conectados con los grandes 'hubs' europeos: Barajas, El Prat, Frankfurt, Milán. Y allá a lo lejos, pero a un salto, Nueva York.
Ahora, veinte años después, a veces sale un avioncito hacia Madrid. Los días buenos, incluso vuelve.
El servicio más o menos diario a la capital de España nos ha costado 20,4 millones de euros en 20 años. Parece una enormidad, aunque quizá debamos recordar que solo en la paga a los autónomos el Gobierno de Capellán prevé gastarse en esta legislatura 55 millones. Y ni les cuento lo que al final nos van a suponer las ayudas a la vendimia en verde o a la destilación. Más allá de estas macrocifras, habrá que plantearse una cuestión peliaguda: ¿Merece la pena mantener una infraestructura de este calibre?
No esperen que les responda yo a esa pregunta; no lo sé. El gasto fuerte ya está hecho y sería deseable que, al menos hasta que el tren fuese una opción razonable, el Estado se implicase algo más y convirtiese el vuelo a Madrid en Obligación de Servicio Público. O tal vez deberíamos asumir que Bilbao es nuestro aeropuerto y poner todo el énfasis en mejorar las comunicaciones –bastante cochambrosas– con Loiu.
No obstante, algo bueno tiene Agoncillo. Si uno coge cualquier día el avión a Madrid tiene altas probabilidades de encontrarse con un senador y de esta manera comprobar que sigue vivo. Eso siempre da alegría.
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