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El último libro de Mario Vargas Llosa, que aparece estos días por las librerías, rescata del olvido a un autor cuya obra figuraba en los apuntes de Periodismo a finales del pasado siglo, donde era presentado como un mago de la mercadotecnia y de ... la propaganda aplicada al ámbito de la comunicación de masas. Edward L. Bernays, que así se llamaba nuestro hombre, dejó para la posteridad una serie de cínicos pero atinados argumentos, recopilando sus conocimientos en torno las debilidades de la condición humana y puestos al servicio de su destreza para la teoría propagandística. Así se hizo millonario, vendiendo su sabiduría al mejor postor: esa estirpe de ricachones de la costa Este norteamericana que cayeron rendidos ante su ingenio, condensado en su manual canónico, no por casualidad llamado 'Propaganda'. Donde, como recuerda ahora Vargas Llosa, Bernays anotaba perlas como la siguiente: «La manipulación de las opiniones de las masas es un elemento importante de la sociedad democrática. Quienes manipulan ese desconocido mecanismo de la sociedad constituyen un Gobierno invisible que es el verdadero poder». Y añadía: «Esa inteligente minoría necesita hacer uso sistemático de la propaganda».
Bernays escribió estos augurios en 1928. Un siglo después, desempolvarlas provoca algún escalofrío por su vigencia. Nunca han dejado de pasar de moda pero la emergencia de la sociedad digital, la hiperconectividad materializada a través de fenómenos aún precoces como las redes sociales, multiplica los efectos de aquellas profecías sobre el actual ecosistema político. Obsérvese por ejemplo el impacto generado por la repetición reiterada de mensajes en el éter, organizados según una machacona jerarquía, que aspiran a lo mismo que pretendían quienes seguían los consejos de Bernays en aquella civilización (analógica) de entreguerras: subvertir la realidad. No contarla tal cual sino reemplazarla por un enfoque más adecuado a los intereses del propagandista, camuflados en nuestros días bajo esa cursilada llamada relato. Ganar esa batalla (la del relato) no significa otra cosa que acertar con la táctica más adecuada para los fines de quienes la trazan, sean ocultos o insanos. Por decirlo con el renacido Unamuno, no se trata de convencer sino de vencer.
La creación de una realidad alternativa como sucedáneo de la genuina, adaptada a los prejuicios o intereses de quienes la inspiran, desemboca en el feo espectáculo que azota el paisaje público español: la democracia tuiteada. Muy visible en la larga serie de desencuentros protagonizados por los ases de la izquierda española, incapaces de sellar un acuerdo toda vez que prescindieron para alcanzarlo del sentido común y de la grandeza exigibles. Ahí puede detectarse cómo se trata no tanto de proclamar como triunfador a quien ofrezca tesis más valiosas sino a quien las explique con mayor habilidad ante la opinión pública. Da un poco igual que sean argumentos verdaderos: importa sólo que se puedan tomar como tales. Que sean verosímiles, que no es lo mismo.
En esa estrategia debe reconocerse a Podemos y alrededores un éxito notable: fue la primera formación que entendió que en el vigente marco político todo discurso debe caber en 140 caracteres. El eslogan efectista derrota al mensaje efectivo: como ocurre en las inundaciones, cuando lo primero que escasea es el agua potable, la avalancha de información genera una histeria nada saludable, con efectos colaterales. Por ejemplo, que la irrupción de Pablo Iglesias y compañía obligara al PSOE a reaccionar, a espabilarse porque además a su derecha surgió Ciudadanos, experto también en aprovechar la tecnología para crear ese universo paralelo donde la vida es de color naranja y el culto al líder obligatorio. Donde los seguidores se convierten en club de fans, cuya prioridad consiste en contribuir a negar las evidencias y sustituirlas por sus prejuicios.
Un terreno donde los socialistas han adquirido una capacidad de reflejos admirable. Se han situado en el carril correcto de la coyuntura presente (tecnológica) y convierten a la fuerza tradicional de la derecha (el PP) en un dinosaurio, que sólo la llegada de Pablo Casado logra armonizar con las exigencias de los nuevos tiempos. El desenlace de estas preocupantes y coincidentes derivas invita a la depresión. Los miembros de la clase política compiten en lanzar sus redes (las sociales y las analógicas) en nuevos caladeros, convertidos en pescadores de almas, tal vez cándidas, hasta construir una realidad paralela donde sus líderes encuentran el calor de los propios y los dardos de los ajenos, tan exagerados los unos como los otros. Cuentan con sus respectivos incondicionales, de linaje fanático, para quienes la democracia se debe visualizar hoy a través del dedo que surca las venas de una pantalla. Y que imponen un mensaje cristalizado en un doble espejo: el auténtico y el postizo, de relevancia similar, donde triunfan los clásicos. Aquel lúgubre augurio de Orwell (creador de la neolengua que ahora nos abruma) y aquel improbable héroe de Vargas Llosa. Mr. Bernays se sentiría feliz en esta sociedad edificada mediante el ruido, cuyo eco se amplifica por el método de la repetición hasta desfigurar el panorama resultante. Feliz en un mundo que entroniza a alguien como Donald Trump. «Es mi megáfono», confiesa a propósito de Twitter el presidente norteamericano.
Un megáfono muy peligroso. Que ayuda a que en España en vez de Gobierno tengamos elecciones.
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