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Los otros barrios lucían bonitos ayer. Había en todos ellos una alegría de flores frescas, de colores chillones, de lápidas limpias, velas humeantes y maceteros de plástico. Incluso los municipios más pequeños, cuyos mínimos cementerios se esconden entre tapias de mampostería, recobraban por unas horas ... un hálito de vida, una modesta resurrección.
Pasada la noche de Halloween, con su terror impostado y su aire de película yanqui para adolescentes, llegó el uno de noviembre, con todas sus ausencias y solemnidades. A media mañana, el cementerio de Logroño era un pacífico hervidero de gente en busca de la última huella de sus antepasados. Una visita a la tumba, un recuerdo, quizá un oración, puede que incluso una lágrima si aún no ha discurrido el tiempo suficiente para asumir la pérdida. Entre sepulturas y nichos, en conversaciones urgentes, los ciudadanos se cruzaban saludos, se preguntaban cómo les iba la vida y comentaban con estupor, pero sin encontrar las palabras exactas, la feroz tormenta de Valencia: muertos recientes que duelen, aunque sean lejanos y ni siquiera los hayan enseñado por televisión.
Hace años, los difuntos estaban mucho más cerca de los vivos. Los cementerios se acurrucaban junto a los muros de la iglesia, buscando tal vez amparo, y los antepasados no eran seres borrosos de incierta memoria, sino una presencia constante, ineludible. Ahora, sin embargo, salvo en los pueblos muy pequeños, casi abandonados, los camposantos quedan a las afueras, como si los muertos molestaran y hubiera necesidad de subrayar geográficamente su lejanía. Al menos por un día, sin embargo, los cementerios reclamaron su protagonismo para recordar a los muertos y para advertir a los vivos que, como avisaba Calderón, la vida es apenas «una ilusión, una sombra, una ficción».
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