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No fue un parto indoloro. Ni sencillo. La de la Universidad de La Rioja, que abría sus aulas -y qué aulas- por primera vez hará 25 años esta semana que entra (martes, 6 de octubre de 1992), fue una génesis lenta. Mucho. Y compleja. Más ... aún. La Universidad nació hija de muchas dudas y sobrina de no pocas incertidumbres. Inquietudes entre la clase política, la misma que sólo unos años dudó de la conveniencia de que La Rioja tuviera su lugar en el mapa de la España de las autonomías, por entonces en proceso de construcción.
¡Ay! los políticos. La nonata Universidad les sirvió enseguida de herramienta arrojadiza para sus batallitas de escaño, salón y rueda de prensa. Véase esta perla encontrada en el fondo del océano del proceso de su creación: «En una universidad tan atípica, deforme y silvestre en cuanto a estructura, dotaciones y marco legal sólo han cursado estudios personajes como Pepe Gotera y Otilio». El ingenio corresponde a un diputado nacional del PP (advierta el lector que los gobiernos regional y central eran cosa del PSOE) que enseguida y durante no pocos años sería consejero del asunto cultural (y universitario) de por aquí. Una respuesta ligera tras la aprobación en el Congreso de la ley que parió a la UR, que contó con los votos de todos los partidos, incluidos los del PP, que dio su plácet por no retrasar más el arranque, aunque tapándose la nariz. La oposición aceptó «lo menos malo» para La Rioja, según sentenció entonces otro no menos recordado congresista metido hoy a alcalde en su pueblo a orillas del río Tirón.
Dudas las hubo también entre los docentes del recordado Colegio Universitario de La Rioja (que antes lo fue 'de Logroño', CULO por sus siglas en español) donde no pocas veces el periodista (este mismo que suscribe) que se interesaba por el asunto era contestado con sonrisas sardónicas, cuando no con la displicencia de respuestas cargadas con tanta incredulidad como un mal bollo de mantequilla. Pero, ciertamente, entre el profesorado era mayoría la que anhelaba ese intangible. Como también entre el alumnado que ya se había iniciado por los vericuetos del mundo universitario en alguna de las escuelas y colegios que conformaban la oferta local de la Universidad de Zaragoza aguas arriba del Pilar. Y entre los que se asomaban ya a ese precipicio en los últimos años del BUP. Y es que la Universidad de La Rioja era otro anhelo que desde la calle tenía que alcanzar los despachos de los políticos si quería llegar a ser. Como casi siempre ha ocurrido en esta tierra y como así fue. Porque una clase trabajadora para entonces ya desperezada y las familias que se iban incorporando al rango de clase media habían entendido que la educación superior no era un lujo inaccesible sino un derecho también para las buenas gentes de esta autonomía uniprovincial, reducida en extensión y que aún no sumaba 270.000 habitantes.
El clamor por la Universidad alcanzó el puerto pretendido. El 6 de octubre de 1992, martes, empezaron las clases «con algún problema de puesta a punto», titulaba este periódico. Carencias mayúsculas las hubo, mas carencias que los primeros gestores de la institución fueron sorteando con imaginación y habilidad manifiestas. Desde entonces ha crecido y ha repartido cerca de 25.000 títulos a otros tantos alumnos entre los que no se cuentan, que se sepa, Pepe Gotera ni Otilio.
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