Un último repaso
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Un último repaso
Los treinta que tocan hoyEstoy escribiendo esto un viernes. Hoy han sido treinta. Mañana, sábado, tengo comida navideña con los amigos. No creo que hablemos de ellos, aunque no les importará. Habrá otros treinta. Sesenta. Usted, si tengo suerte, me estará leyendo en domingo, preocupado por sus cosas. O ... sea, de que viene otra Nochevieja con esa pequeña melancolía que siempre apartamos de un manotazo: otro año más, otro año menos. Pero nos atragantemos o no con nuestras uvas imaginarias, caerán. Otros treinta.
Noventa, pues, entre que yo tecleo y usted me lee. Noventa muertos. Muertos estadísticos, usted me entiende: quizá el viernes haya cien, el domingo ninguno, el sábado un par. Pero qué mas da eso. Muertos, personas que valen tanto como usted y como yo, a las que quieren tanto (o más) que a usted y a mí. Muertos. Ahogados, seguramente. Intentando llegar a las costas españolas y tras ellas a Europa.
Luego, ya que es Navidad y nos embargan los buenos sentimientos (esos que mandamos por Whatsapp en modo ráfaga), los volveremos a matar. A fuerza de indiferencia, en el mejor de los casos, y de racismo en el peor. El mensaje común es, ay, muy cercano al «que se jodan».
Quizá, si nos sale la vena histórico-ultracentrista, nos dé por sentirnos amenazados, nosotros los ricos, por la llegada de esos pobres. O por recordar, bendita maldad en estos días, que Europa es una cosa cristiana que estas gentes quieren subvertir.
Ojalá lo fuera, digo. Cristiana. Porque aunque mi fe anda por caminos extraños, recuerdo perfectamente lo que me enseñaron de ese tal Jesús al que honramos ahora. Que si tenía debilidad por alguien, era por los pobres, los odiados, los discriminados, los extranjeros. Que nos pedía que si hacíamos el bien a alguien, fuera a ellos. A esos 10.000 que, cuentan, han muerto este año. Mañana, otros treinta.
Domingo Gordo
Pocos días 22 de diciembre he dejado pasar sin trabajar, al menos por la mañana. Esa mañana de la Lotería es una cosa rara en la redacción de un periódico. Normalmente es algo frustrante, si uno trabaja en La Rioja: es una pura cuestión estadística que, siendo pocos, nos toque menos a menudo.
Este 22 me libré, por felices motivos familiares. Y casi que mejor, porque ya no fue frustración, sino directamente depresión: que caiga un Gordo íntegro en Logroño (yo no recuerdo la última vez) y que se quede en básicamente nada.
El azar nos golpea más de lo que nos gustaría admitir, sí. Para una ciudad como Logroño, que funciona con un presupuesto, este año, de unos 200 millones ese Gordo hubiera supuesto más de 700 de golpe. El empujón, al menos temporal, a la economía local hubiera sido sin duda significativo. Por no hablar de la pura felicidad, que también cuenta, del agraciado. Pero nada, en fin: qué depresión.
Veo las fotos de dos guardias civiles subidos en una cinta transportadora. Van de blanco de la cabeza a los pies, buscan pruebas. Algo que les dé una pista sobre de dónde salió la peor noticia de la semana en este pueblo: el pobre recién nacido al que alguien (uno piensa en su madre, pero quién sabe) tiró a un contenedor para que acabara, muerto, en esa cinta. Detrás de semejante mezcla de pena, asco y dolor hay sin duda una historia perturbadora. No sé si la conoceremos alguna vez. No sé, de hecho, si quiero.
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