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Hace ocho años (ocho años ya, madre mía) los ingleses votaron contra los inmigrantes. Esa era una de las dos pamemas que vendían los 'brexiters' en aquel referéndum, tan sintomático de hacia dónde va el mundo. El otro pescado podrido (que la mayoría de los ... ingleses compró alegremente) era el del nacionalismo supremacista. En realidad no hay de lo primero sin lo segundo: todos se basan en la idea de que los de aquí son mejores que los de allá.
Pero, decía, al menos una parte importante del asunto era votar contra la inmigración. El fontanero polaco acabó siendo carne de meme; el tipo este que nos quita el trabajo y encima luego nos roba por las calles y viola a nuestras hijas.
Triunfó el Brexit, y trajo, oh, sorpresa, lo que todos los denostados expertos dijeron que iba a traer. O sea, la constatación de que romper lazos con los vecinos es un tiro en el pie. La confirmación de que la mano de obra inmigrante era igual de necesaria entonces que lo es ahora. Y, finalmente, la demostración de una verdad universal: la inmigración va a seguir. Ahora, de hecho, hay más inmigrantes en el Reino Unido que antes del Brexit.
Ese mismo racismo sube a nuestro alrededor. Siempre hay otros factores para explicar el auge de la ultraderecha en Europa (como el descrédito de unos políticos de bajísima calidad cívica) pero el principal aglutinante es, tanto antes como ahora, el odio hacia un colectivo diana, fácilmente identificable y aislable. Lo que fueron los judíos a principios de siglo son ahora los musulmanes. No 'los inmigrantes'. La mayoría de la xenofobia es ahora, mismo, en realidad, islamofobia. Esa que adjudica cualidades básicamente demoniacas a una religión que practican, ojo, alrededor de 1.500 millones de personas, cerca de un cuarto de la población mundial.
Debemos, si queremos ser realistas, enfocarnos en las diferencias y los problemas que trae que en un país convivan culturas muy distintas. Y en la defensa de algunos valores que son inquebrantables para una sociedad laica, basada en los derechos humanos y en el imperio de la ley.
Pero lo que es imposible es negar la realidad: va a seguir habiendo inmigración, controlada y no tanto, porque ellos necesitan y porque nosotros también. Lo dicen todos los números, todas las proyecciones de futuro, todos los expertos. Podemos hacer caso aceptar y adaptarnos a la realidad. O, como los 'brexiters', encerrarnos detrás de unas orejeras del color de nuestra bandera.
Trabajar menos es bueno. Aunque esa no sea una verdad universal, podemos convenir en que a los humanitos nos va mejor cuando podemos dedicar más tiempo a hacer lo que queremos y no lo que quieren otros que hagamos. Viva pues la reducción de la jornada laboral en abstracto.
El problema es cuando quieres coger esa abstracción y volverla concreción. Ahí es cuando la cosa se vuelve peluda, porque hay crujidos. No en las grandes empresas, que hacen sumas y restas fáciles con plantillas enormes. Sí, sin embargo, en las pequeñas, aquellas basadas en horarios y turnos de un número de trabajadores que cabe en los dedos de una mano.
Ojo a la imposición de esas medidas. porque hay quien no las puede aguantar, y porque, sin hacer las cosas con dos dedos de frente, hay derechos sociales que acaban recayendo en las espaldas de los trabajadores que no los disfrutan. Porque el papel lo aguanta todo, pero la realidad no tanto.
Este es el tercer domingo que dedico este último rincón de la homilía dominical a la selección. Como hasta ahora ha ido bien, disculpen que reitere: en esto del fútbol es el único sitio donde darse a la superstición tiene un pase, aunque sea un poco vergonzoso.
Pero en fin, que aquí estamos. Bueno es ver si todo un país pegado a lo que hacen estos chicos, que además parecen tan majos cuando alguien le pone un micro delante. Sufrir tanto como el viernes no puede ser bueno, pero en fin: solo quedan dos peldaños.
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