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De maitines a completas, la vida diaria en los monasterios benedictinos se regía por la Regla, el conjunto de normas dadas por Benito de Nursia en el siglo VI. Su máxima, 'ora et labora', mandaba repartir el tiempo entre la oración y el trabajo. ... El prior repartía los cargos de tesorero, bodeguero, campero, chambelán, refectolero, racionero o enfermero, así como las tareas manuales para el sustento de la comunidad. Pero en monasterios como San Millán, beneficiado por reyes y condes, el trabajo de muchos de los monjes estaba dedicado al estudio y la copia de códices en su escritorio.
Esa dedicación requería la elaboración previa de los materiales necesarios. El pergamino se obtenía de reses propias (oveja, cabra o vaca) o se compraba a artesanos pergamineros. Convertir una piel en un soporte de escritura exigía un proceso largo, complejo y caro y, en ocasiones, se sacrificaban códices viejos para reutilizar sus páginas borrándolas primero con raederas o lavándolas.
Las tintas, por su parte, se elaboraban a base de sustancias vegetales o de hollín mezclado con cola. Y, aunque la más utilizada era negra, las había de varios colores para la iluminación e incluso, en las obras más lujosas, a base de plata y oro diluidos.
Ya en el escritorio, el escriba podía trabajar sobre un sencillo escabel, un asiento bajo y sin respaldo, o en una cátedra, más elevado y con respaldo y reposabrazos para descansar brevemente. La superficie sobre la que escribir podía ser una simple tabla, una mesa o un atril o ambón, que en ocasiones llegaba a formar con el asiento un pupitre completo.
Los materiales imprescindibles del copista eran dos: la pluma (generalmente de oca) o el cálamo (una caña tallada) y un pequeño cuchillo curvado para afilar la pluma y también para raspar (borrar) las incorrecciones cometidas al escribir. También precisaban tinteros (de cuerno de vacuno), punzones de plomo, reglas, yeso o piedra pómez para pulir impurezas. Todo ello para un oficio dedicado a compartir el conocimiento.
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