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Lo bonito de la negociación presupuestaria es que no hace falta ser catedrático de Hacienda Pública para disfrutarla a fondo. En esos días efervescentes se ... crea en el Parlamento un ambientillo muy sano y estimulante, como de mercadillo en Marrakech, que resulta francamente entretenido. Por ahí se pasea Pedro Sánchez con chilaba y turbante, alto y pinturero, obsequioso, invitando a todos los mercaderes a tomar un té con hierbabuena en su jaima mientras observa con gesto fascinado la mercancía que le ofrecen. Hay montada en España una nueva ruta de las especias que los habitantes de La Rioja, en nuestro feliz ensimismamiento, contemplamos asombrados, como si estuviéramos viendo Lawrence de Arabia en un cine de verano. Ahí tienen ustedes a Arnaldo, tan gracioso y pacifista, vestido a veces de olentzero y a veces de Nelson Mandela, sacudiéndoles patadas a todos los hormigueros que encuentra por la calle y pidiéndole a Sánchez que los niños navarros puedan ver de una puñetera vez los dibujos animados en euskera, que es una cosa necesaria y oportuna, muy Next Generation, porque si uno se pasea ahora mismo por Murchante o San Adrián solo ve chavales tristes, macilentos y castellanoparlantes que piensan que Doraemon habla con acento de Valladolid cuando en realidad es de Rentería. A su lado acaba de montar el tenderete uno al que llaman Rufián el Hemistiquios, que trae suculentas novedades del otro mundo y se pasea por la plaza silabeante y castigador, con el tumbao que tienen los guapos al caminar. Cuando ve a Sánchez se acerca a él y le pide lentamente, con pausas radiofónicas, miradas torvas y momentos de máxima tensión, que Netflix eche de una vez series en catalán porque estos cabrones de Hollywood no respetan las lenguas vernáculas ni los bailes regionales y a lo sumo meten unos subtítulos amarillentos que no hay manera de leer sin despistarse. Sánchez asiente, lo anota todo en una libretita y cierra el precio con un apretón de manos y un mirarse firmemente a los ojos. No se fían mucho de él, pero al menos –dicen los mercaderes– ahora ya no viene el anterior chamarilero, ese señor de barbas tan serio que caminaba por el zoco a toda pastilla, como si le persiguiese alguien, hablaba un idioma extrañísmo y pagaba metiendo sigilosamente el dinero en sobrecitos. Con ese hombre solía hacer antes mucho negocio Aitor, un buhonero veterano que se lleva muy mal con Arnaldo –corre por la plaza el rumor de que vienen del mismo país– y al que Sánchez le da casi todo lo que pide menos vino, quizá porque eso ya sería demasiado vicio y ahora que les estamos prohibiendo los bollicaos a los críos tenemos que dar ejemplo. En estos últimos años el ambiente en el zoco se ha vuelto mucho más vibrante e impredecible porque han llegado nuevos trujimanes, procedentes de tierras cada vez más lejanas y pintorescas. Un tratante de Teruel –un pueblo remoto, de cuya existencia no hace mucho dudaban los cartógrafos– se aleja contando con una sonrisilla los fajos de dinares que acaba de conseguir tras regatearle algo –tampoco mucho– a Pedro Sánchez. Entre alabanzas a Alá, dice no sé qué de unas vías muy modernas de tren, de una carretera nuevecita y de unos museos.
La película acaba de terminar con el típico final feliz. El año que viene, por estas fechas, los riojanos nos volveremos a sentar delante de la pantalla para contemplar, tal vez con un poquito de envidia, cómo las demás tribus ocupan la plaza, extienden los tenderetes y vocean a grito pelado sus mercancías. Por lo menos, si la echan por Netflix, podremos verla en catalán. Algo es algo.
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