A las once y media de esta triste noche de difuntos, Logroño es la ciudad en calma que se suponía. Las calles recogidas de ciudadanía, completamente vacías, salvo cuando la caminata desemboca en la zona cero de los disturbios que acaban de aterrorizar a quienes ... han asistido en directo a los desmanes, las cargas policiales, los vergonzosos saqueos. O a quienes lo han visto en sus móviles; esas imágenes cargadas de violencia, insólitas por La Rioja, que de súbito se han evaporado. De repente, solo queda el estupor, la consternación. Dolor y bastante vergüenza ajena. Sentimientos que se materializan en el cruce de Colón con Solidaridad, donde un policía local abre paso a los camiones del servicio de limpieza. Trabajan a deshoras para poner algo de orden allí donde hace unos minutos campaba a sus anchas lo contrario. La violencia.
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Cuyo rastro se concentra en el Paseo de las Cien Tiendas en el tramo de Doctores Castroviejo más cercano a Vara de Rey. El resto del barrio, vacío de ambiente, con el vecindario recogido en sus casas, parece el de otras noches. Pero a la altura del edificio de la antigua Comisaría, el paisaje cambia radicalmente. Los restos de un contenedor quemado franquean el paso hacia el espanto que todavía generan los graves incidentes recién ocurridos. Restos de un andamio conviven en el suelo con cascotes y ladrillos arrancados de su lugar natural; un poco más allá, de nuevo el esqueleto de otro contenedor incendiado hace de aduana a la tienda de Lacoste, recién arrasada. Dos policías toman foto del escaparate desvalijado; trozos de cristal conviven con un maniquí boca abajo, como si también él se avergonzara.
Los dueños del comercio permanecen dolidos, pero tranquilos. Acaban de hablar con la presidenta Andreu y no tienen demasiadas ganas de hilar más la hebra. No se sabe si están más noqueados por el dolor de ver su negocio aniquilado que sorprendidos por la violencia desatada, de repente. Incomprensible. Sin previo aviso. Alguien contiene las ganas de llorar. Son ganas compartidas, un sentimiento coincidente de desolación, contenido en un escaso espacio: una superficie de apenas unos metros cuadrados donde cabe todo el horror en esta noche que ingresa ya en el territorio de la medianoche. Es ya 1 de noviembre. Todos lo Santos. Suena un simbólico toque de difuntos: son nuestras pisadas sobre los cristales y los trozos de adoquín. En una ventana, una mujer se asoma con su hija. Todos nos encogemos de hombros.
A la altura del edificio Capitol, los camiones de basura se llevan los contenedores que han sobrevivido a los energúmenos. Un policía local regula un tráfico invisible. Es una ciudad vacía, sobrecogida. Que tardará en olvidar un estallido de violencia insólita, imprevista. Cuyo rastro se puede leer en la cara de estupefacción del conductor de uno de esos camiones, que mira hacia el periodista mientras cabecea. La señal de quien no entiende nada. Una sensación tan triste como compartida.
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