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En las Navidades del año 60, Plácido iba con su motocarro por un pueblecito español, alumbrado por unas luces débiles, vagamente festivas. Los ricos del lugar se sentían buenos cristianos invitando a un pobre a su mesa y los pobres –que eran casi todos– se las apañaban para cenar en sus casas algo distinto: cardo para empezar, quizá bacalao de segundo, mazapán de postre. Luego llegaban los villancicos, tal vez una copita de orujo o de anís y la misa del gallo, cita ineludible de una fiesta básicamente religiosa. Más allá de las estrecheces económicas, nadie pensaba en viajar o en aprovechar los días de fiesta para hacer turismo (ese «gran invento» que Paco Martínez Soria no descubrió hasta 1968). Papá Noel solo existía como símbolo extranjero de algún refresco y los Reyes Magos gozaban de una monarquía absoluta, aunque matizada por la pobreza general. A los niños pudientes les caía algún regalo empaquetado, con la separación por sexos bien marcada (una muñeca para ellas; un coche metálico para ellos), pero los demás se tenían que conformar con una naranja o, en el mejor de los casos, con un carromato hecho de tableros.
Cuando uno escucha el soniquete de la Lotería Nacional, que se viene repitiendo todos los años –con las inevitables variantes monetarias– desde 1812 o cuando se contemplan las luces callejeras o los belenes en los escaparates, da la impresión de que las Navidades son unas fiestas eternamente iguales a sí mismas, severamente ancladas en una tradición cuyo nacimiento parece perderse en la niebla de los tiempos. Un examen atento de las nuevas costumbres navideñas descubre, sin embargo, que, bajo la hojarasca de las figuritas de mazapán y de las cabalgatas del cinco de enero, bulle un cambio social muy profundo, que va más allá de la renovación periódica de los menús de Nochebuena, cada vez con más sushi y menos cardo.
Vayamos en primer lugar al hecho desnudo: el 25 de diciembre se celebra el nacimiento en Palestina de Jesús de Nazaret, al que los cristianos consideran el mesías, el redentor enviado por Dios para salvar a la humanidad. «Las Navidades eran fiestas muy vinculadas a la religión católica y a medida que las sociedades se modernizan, el sentimiento religioso va perdiendo relevancia. El rito católico va quedando en un segundo plano, más difuminado», constata Sergio Andrés Cabello, doctor en Sociología y profesor de la Universidad de La Rioja. Un ejemplo: la misa del gallo era antes el centro de la celebración y hoy, sin embargo, está muy lejos de reunir multitudes: «Era la primera celebración eucarística del nacimiento de Jesús. Simboliza el paso de las tinieblas a la luz, al nuevo día», explica el vicario general de la diócesis, Vicente Robredo. «Tras el Concilio Vaticano II –abunda–, la liturgia del nacimiento del hijo de Dios se celebra eucarísticamente ya de víspera, con lo que pierde parte de su relevancia inaugural, aunque no su significado. Si a esto añadimos la hora, el invierno, la edad de los participantes, la secularización..., eso explica el descenso participativo».
Sin embargo, los belenes –una tradición que a España llegó probablemente desde Nápoles en el siglo XVIII– siguen concitando atención, muecas de asombro y la curiosidad de los niños. No es la única huella simbólica religiosa que pervive en la Navidad. «La nuestra puede ser una sociedad secularizada desde el punto de vista religioso, pero mantiene los elementos culturales. Hay generaciones que personas no creyentes que han sido socializadas en el catolicismo y mantienen los ritos. Eso hoy por hoy sigue estando presente», asegura el sociólogo Sergio Andrés.
En Navidad se gasta mucho. Cada vez más, y no solo por culpa de la inflación. Según un estudio de la Asociación Española de Consumidores, cada riojano gastará 1.110 euros en estas fechas, una cifra ligeramente por encima de la media nacional. El mayor pellizco se lo llevará la alimentación (321 euros), con los sospechosos habituales –besugo, cordero– a precios de manjar. Pero, quien más quien menos, también se rasca el bolsillo para comprar lotería (120 euros), juguetes (201 euros), regalos (199 euros) o se lo gasta en actividades de ocio. «Uno de los cambios más significativos es el de la comercialización de la fiesta, su banalización. Al ir perdiéndose en gran parte el sentido cristiano original de la Navidad, que es la celebración del nacimiento de Jesús, pobre y sin techo, gran parte de la sociedad se ha quedado con la vacación laboral, las luces, el árbol, los regalos, el adorno...», apostilla el vicario general, Vicente Robredo. Desde el campo de la sociología, Sergio Andrés reflexiona sobre la conversión de todas las fiestas, antaño religiosas, en «marcos para el consumo»: «Eso refleja claramente un modelo de sociedad como la nuestra, que es altamente consumista e individualista. Nos podemos poner más catastrofistas o más pragmáticos, pero eso es así», advierte. Metidos en una rueda de la que es casi imposible escapar, el consumo desbocado protagoniza la última semana del año viejo y la primera del año nuevo.
«El comercio es muy heterogéneo. Hay tiendas que en estas fechas se juegan buena parte de su facturación anual y otras que quizá cierren porque esta no es una época buena para ellas», puntualiza Fernando Cortezón, presidente de la Federación de Empresas del Comercio, integrada en la FER. En cualquier caso, los cambios están siendo evidentes, y no solo por el desembarco del comercio 'on line'. «Antes el fenómeno era muy concentrado y muchos abríamos la noche de Reyes hasta las dos o las tres de la mañana. Ahora todo arranca con el Black Friday o con el encendido de las luces. Las campañas, tanto la de Navidad como las de rebajas, se han vuelto un poco circulares y eternas», señala Cortezón. Y en cuanto al comercio electrónico... «Ha modificado los hábitos de consumo: hay gente que ahora compra en pijama desde la cama y a las once de la noche. Eso hace treinta años era impensable. El problema es que la tienda 'on line' no tributa aquí y por eso vende más barato, a los demás nos destroza. Es competencia desleal», señala Cortezón.
No hace mucho tiempo, a casi nadie se le ocurría viajar en Navidad, salvo para regresar durante unos días al pueblo y a la casa familiar. De pronto, sin embargo, las agencias de viaje se han llenado de carteles proponiendo destinos exóticos para comerse las uvas. «Es una tendencia que crece, pero que constatamos desde hace no mucho tiempo, de diez años para acá», explica Jesús Ángel Herrera, presidente de la Asociación de Agencias de Viaje de la FER. Herrera indica que la pandemia ha supuesto una cierta espoleta y que cada vez más clientes buscan «sitios cálidos» para estrenar el nuevo calendario: «Las Canarias son el destino estrella para despedir el año si nos quedamos en España. En largo recorrido, triunfa sobre todo el Caribe, tanto República Dominicana como México. Y luego, aunque menos y especialmente para Navidad, Nueva York». Lo que hace apenas diez años era «raro» se va convirtiendo poco a poco en «habitual», aunque se mantiene, eso sí, un cierto espíritu familiar en las escapadas, señala Jesús Ángel Herrera.
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Hace treinta años hubiera resultado sacrílego que alguien decidiera marcharse con los turrones fuera de la casa familiar. Ahora, sin embargo, no son pocos los que deciden cogerse una casa rural para pasar estos días. «Desde hace cinco años, hemos venido observando cómo muchas familias buscan un lugar neutral para juntarse y para celebrar la Navidad», subraya José Joaquín Sanz, presidente de la Asociación de Casas Rurales de La Rioja (Ascarioja). «Al final –explica–, cuando es la tía María o la abuela Josefa la que recibe a todos en su casa, el peso de la organización recae sobre ella o sobre dos personas; sin embargo, en una casa rural, al no estar en casa de nadie, todos son invitados pero todos son anfitriones. Eso hace que todo el mundo comparta las labores y se cree un ambiente muy agradable». La tendencia empezó con la Nochevieja, pero ya se extiende a la Navidad. Y no todos los clientes son familias completas; también hay parejas que buscan alejarse del entorno habitual y de las riñas entre primos o cuñados.
Según las estadísticas turísticas que publica el INE, el número de viajeros que recibe La Rioja en diciembre ha aumentado en un 44% desde 1999. En esta cifra se incluye también el puente de la Constitución, pero es evidente que hay lugares que bullen en Navidad.
Es el caso del Hotel Balneario de Arnedillo, que ya ha colgado el cartel de completo para la Nochevieja. Su directora comercial, Rocío Fernández, reconoce que las costumbres «van cambiando»: «A veces las madres que congregaban a toda la familia ya no están o no andan muy bien de salud y eso hace que se busquen otros lugares para estar juntos y relajados, sin pensar en la comida o en recoger la mesa».
Las taumatúrgicas aguas termales suponen un aliciente añadido. «Para nosotros estas fechas son probablemente la temporada más alta del año. Se trata además de un turismo familiar; suelen venir grupos grandes, a veces de 15 o 20 personas. Hay gente que se va el 2 de enero con la reserva ya hecha para el año próximo», señala Fernández.
Aunque el tardeo se hace fuerte en las sobremesas de los días festivos, las dos grandes cenas que jalonan la Navidad (Nochebuena, Nochevieja) siguen presidiendo las celebraciones familiares. Cambian si acaso los menús y el lugar. El 31 de diciembre ya es difícil encontrar hueco y la tendencia se extiende, aunque todavía tímidamente, a la Nochebuena. Los clientes ya no buscan solo el cardo o el cabrito. Hang Ni, responsable del restaurante Miyako Teppanyaki, confesaba hace dos semanas en las páginas de este periódico que esos días suele tener el aforo completo.
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