Muhammed sonríe. Sentado en la terraza de una cafetería de Logroño, da pequeños sorbos con una pajita a un botellín de Aquarius. No hace frío, aunque de vez en cuando se levanta un vendaval y forma un violento remolino de hojas amarillas. A Muhammed el ... viento le molesta. Cierra los ojos, aprieta los labios y pone gesto de fastidio. Luego vuelve a sonreír. Hoy le toca turno de noche en la residencia de ancianos en la que trabaja, en Albelda. Entra a las diez. Le tocará repartir pastillas, cambiar pañales, ayudar a los internos, estar pendiente. «Me gusta mi trabajo», resuelve. Habla español con fluidez. Es el suyo un español esponjoso, dulce.
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Muhammad Lamin nació hace veinte años en Brikama, una ciudad de Gambia, ese pequeño y curioso país que penetra como un berbiquí en Senegal, en el África subsahariana. Su padre es leñador y su madre trabaja de cocinera. Tiene cinco hermanos, tres mayores que él y dos más pequeños. Desde crío, Muhammed soñaba con vivir en España, aunque no sabría decir por qué. «Siempre me ha atraído. Leía mucho sobre España, veía imágenes..., y pensaba que allí iba a tener más oportunidades», dice. Y eso que, por cuestiones idiomáticas, quizá le hubiera sido más fácil integrarse en otros países. Además de dos lenguas locales (mandinga y sarahule), Muhammed habla inglés, que es el idioma de la escuela en su país.
A los dieciséis años, decidió que había llegado el momento. Cogió un avión y aterrizó en Casablanca (Marruecos). De allí se fue a Nador, cerca de la frontera con Melilla. Estuvo dos meses esperando. «En Marruecos lo pasé mal. Muy mal. Quería regresar a Gambia, pero ya había llegado demasiado lejos y me había gastado los ahorros de toda mi familia. No me quedaba otra que seguir adelante». Lo metieron en una patera junto con otras 56 personas. Salieron de Nador a las once de la noche. En alta mar, de madrugada, se quedaron sin gasolina. «Perdimos el rumbo y la patera quedó a la deriva... –recuerda– Tuve miedo y dudas, aunque nunca me plantee que podía morir. Siempre he sido optimista». Aquel día hubo suerte. Una barca de Salvamento Marítimo los recogió y los llevó hasta Motril, en la costa granadina. Ya a salvo, comenzó entonces otro viaje, más burocrático que físico, que primero lo condujo al centro de menores de Miraflores de la Sierra, en Madrid, y luego lo trajo a orillas del Ebro. «Nunca en mi vida había oído hablar de Logroño –se ríe–. Pero aquí había sitio para un menor en acogida y aquí vine. No es que tuviera más opciones, pero me gustó. Estaba bien».
En junio de 2019, a los dieciséis años, sin conocer el idioma ni la ciudad, sin equipaje ni dinero, sin familia, sin amigos, Muhammed Lamin se encontró solo en Logroño. Le echaron una mano los miembros de Movimiento por la Paz y descubrió que la salida a su laberinto pasaba, en primer lugar, por el estudio. Primero se dedicó seis meses a aprender español y luego se matriculó en Fabricación y Montaje, un grado básico de Formación Profesional. «Lo escogí porque creía que podía tener más salidas. Saqué el título, pero..., enseguida vi que ese trabajo no era lo mío», confiesa. Así que regresó a las aulas e hizo un grado medio de Auxiliar de Enfermería. «Eso ya me gustó más. Prefiero trabajar con personas que con máquinas», apostilla.
El salto entre la formación académica y el mundo laboral, tan formidable, lo cubrió gracias al programa de Formación y Empleo de Fundación Pioneros. «Ya los conocía porque había participado en sus talleres de teatro y en otras actividades. Me ayudaron a buscar trabajo, a preparar las entrevistas, a presentarme...», explica. Entró a trabajar en la Residencia de Mayores La Rioja, en Albelda. «Comencé hace unos meses y ya tengo contrato indefinido», se enorgullece.
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Espigado, alto, con porte de atleta (corre los 800 metros), Muhammed dice que no se puede quejar: «De Gambia echo de menos todo, pero aquí estoy bien. Tengo trabajo, tengo amigos, tengo casa y hago voluntariado, que me gusta mucho». Enseña castellano a los inmigrantes que llegan –como él hace tres años– sin tener ni idea del idioma.
Todavía no ha cumplido todos sus sueños. Ahora está matriculado en la Escuela de Idiomas y ahorra para ir a Madrid a estudiar auxiliar de vuelo. «En eso estoy», dice, y piensa que si persevera tal vez un día pueda viajar a Gambia como azafato en un vuelo regular. Ya ha quedado claro que es un tipo optimista.
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De momento, sin embargo, sigue en Logroño. Se le ve sereno, relajado y agradecido. «No digo que no haya racismo, pero yo no lo he sufrido. Al contrario, me he encontrado con gente que me ha dado la posibilidad de estudiar, de trabajar, de vivir...», afirma, aunque le siguen chocando algunas costumbres españolas: «Me sorprende mucho cada vez que veo a un niño o a un adolescente gritando a sus padres o tratando mal a los ancianos. En Gambia la gente es más respetuosa con los mayores».
Al acabar la entrevista, Muhammed Lamin estrecha la mano del periodista y del fotógrafo, se despide con educación y se aleja caminando sin prisas por la calle Duquesa de la Victoria. Va dando sorbitos a su botellín de Aquarius, abismado en sus pensamientos, tranquilo.
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