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Era finales de diciembre y tampoco parecía extraño que aquellas molestias de las que Alberto no dejaba de quejarse se debieran a un resfriado. El dolor aumentaba, pero todas las visitas a Urgencias se saldaban con el mismo diagnóstico. Con sólo seis años y en ... pleno invierno, sería cuestión de tiempo que pasara el mal rato, pensaban en casa, hasta que las hemorragias por la nariz cada vez más frecuentes y una aparatosa inflamación en el cuello les llevaron a recurrir a otro médico que puso nombre de inmediato a aquello que «tenía muy mala pinta»: linfoma de Burkitt.
«Todo se desencadenó vertiginosamente», rememora ahora su madre Marta. En menos de 24 horas estaban de camino a la unidad de Oncopediatría del Miguel Servet de Zaragoza y sus vidas se pusieron del revés. «Nos informaron de que era un tumor muy agresivo y crecía muy rápido, pero también de que a esa edad la respuesta a la medicación podía ser buena», explica para prologar el recuerdo de cuatro meses «intensísimos» con ciclos de quimioterapia semanales que les obligó a alquilar un piso en la capital aragonesa mientras el resto de la familia seguía en Logroño y se reencontraban el fin de semana.
Cuando la enfermedad del niño exprime todos los esfuerzos, una multitud de obligaciones sigue llamando a la puerta. «No sabía qué podía hacer con mi trabajo, había que atender a su hermana, estaban las clases a las que no podía asistir....» Y esos otros detalles anecdóticos hasta entonces que de pronto adquirían una dimensión mayúscula como la imposibilidad de seguir jugando al fútbol. Las patadas a un globo dentro de la habitación cuando reunía la energía suficiente aplacaron la pasión de Alberto. FARO se encargó de buena parte de la logística y las necesidades que no concluyeron cuando el niño acabó el tratamiento recordando ahora, como sólo un cerebro aún virgen de miedos puede hacer, exclusivamente los buenos momentos. Los amigos que hizo en la planta, cuando fue a ver un partido de baloncesto del CAI, el cole dentro del hospital.
Su abuela Dolores pone sobre la pista de ese anverso que convive con el miedo a una recaída después de cada revisión y que la sonrisa de Alberto insiste en desmentir. «Cuando el tumor físico desaparece, asoman otras secuelas emocionales en todos los familiares», revela agradeciendo también a la asociación el apoyo por parte del equipo de psicólogos, pero también a través de la conversación con otras familias que han pasado un trance similar y entienden como nadie el idioma propio y cruento que habla el cáncer infantil.
Lidia | madre de miguel (13 años)
Todas las historias que convergen en FARO guardan denominadores comunes. También la patología irrumpió en Xiara a partir de síntomas insospechados, aunque en su caso, todo lo que podía complicarse se enrevesó hasta el límite que sólo la fuerza que aflora en la adversidad es capaz de soportar. La niña tenía dos años cuando la fiebre no dejó de subirle y las exploraciones preliminares apuntaban a un proceso gripal algo más persistente de lo habitual. Pero aquel resfriado no sólo no remitía, sino que la pequeña adelgazaba cada día y una analítica más profunda detectó «algo raro» que le condujo de forma inmediata a Zaragoza, donde se confirmaron los augurios más pesimistas. Xiara sufría leucemia linfoblástica aguda.
Su padre Eduardo lo relata con la serenidad que imprime ver sana a su hija ahora, nueve años después de aquellos meses agotadores. «Fue un shock brutal», confiesa. «En lo único que piensas -prosigue- es por qué le pasa a ella, que es tan pequeña y no lo merece, por qué no a ti que eres adulto». La empalizada de dificultades que la enfermedad levanta de pronto ante quienes la sufren se les hizo especialmente espinosa. Procedentes de Perú, sin más parientes en Logroño y siendo el cabeza de familia el único que trabajaba, el largo tratamiento al que debía someterse obligó a que una de las abuelas cruzara el charco para echarles una mano con su otro hijo adolescente mientras Xiara recibía los cuidados en el hospital aragonés acompañada por su madre.
Dolores | Abuela de Alberto (8 años)
Cuatro meses después la niña fue dada de alta y la grisura del futuro se difuminaba. Sin embargo, el infortunio se negaba a abandonarles. Los médicos detectaron en ese ínterin un cáncer de mama a la mujer de Eduardo. Otra batalla contra otro tumor de otro miembro de la familia, que cuando fue vencido dio paso a otra nefasta noticia: Xiara había recaído y sólo quedaba someterse a un transplante de médula en Barcelona. En lo más feroz de la crisis, aquel mazazo coincidió con la quiebra de la empresa donde trabajaba el padre y la necesidad de volver a contar con otro de los abuelos procedente de Perú. ¿Cómo es posible sobreponerse a ese cúmulo de adversidades? Eduardo lo resume estrechando la mano de su hija mientras habla. «Vas sorteando las cosas cuando aparecen con la ayuda de amigos, FARO y otras asociaciones de Barcelona y Zaragoza; felizmente, ahora ella está bien», sintetiza después de que el hermano de Xiara, con quien era compatible al 100%, se convirtiera en su donante de médula. «Aquello cambió la vida de toda nuestra familia». Literalmente.
Como otros retratos teñidos por el cáncer infantil, salir del hospital no supuso que el dolor desapareciera por completo. «Sufría muchas molestias en casa aunque, poco a poco, se ha ido recuperando», dice sobre su hija reincorporada ya al pupitre del Milenario de la Lengua. Del (amplio) catálogo de trabas al que se tuvieron que enfrentar, Eduardo rescata un gesto: el de su rostro expresando lo que no sentía. «En los momentos más duros tienes que sonreír pata transmitir ánimos, aunque por dentro te pueda el dolor».
Eduardo | Padre de Xiara (11 años)
La sonrisa que ahora también dibuja la cara de Lidia es la que se evaporó cuando aquel bulto en la mandíbula de Miguel -«al principio no le dimos importancia, parecía un simple quiste»- iba creciendo inexplicablemente y a gran velocidad. La pediatra que le atendió en Urgencias del San Pedro en aquella Semana Santa del 2017 ya advirtió de que podía ser «algo más» y las pruebas practicadas al día siguiente en Zaragoza trajeron a su vocabulario una palabra tan alambicada como ignota hasta entonces: rabdomiosarcoma embrionario. «La noticia da un vuelco de repente a tu vida», confirma Lidia, «y se hace imprescindible el apoyo de quienes te rodean». Ayuda para reordenar la cotidianidad mientras se suceden las intervenciones, sesiones de quimio y radioterapia lejos del hogar en un chaval, además, en plena adolescencia. «Si algo bueno tiene pasar por esto, es que les imprime una madurez y un aplomo tremendos», opina Lidia mientras que lo que su hijo guarda en la memoria es el cansancio que le provocaban la medicación, las dudas de cómo podría recuperar las clases que perdía en el D' Elhuyar mientras estaba ingresado. De vuelta al instituto como uno más y con una rutina que incluye jugar al bádminton y devorar largos en la piscina, Miguel es a sus quince años uno de los 'veteranos' de FARO y el ejemplo de cómo seguir creciendo con el optimismo de compañero.
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