Cuando con dieciocho años pisas una redacción de periódico por primera vez, sueles estar más despistado que un daltónico encajando el cubo Rubik. Por eso, siempre es bienvenida una palabra amable, un consejo o una sonrisa de ciertos veteranos que tuvieron la paciencia de acogerte ... y de enseñarte cómo funciona esa vorágine de máquinas de escribir echando humo -los teclados informáticos son menos ruidosos-, de papeles volando de mesa en mesa, de teletipos que escupen noticias sin parar.
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Una de estas personas fue Ignacio Esarte Muniain, un navarro hasta las cachas a quien sus compañeros de LA RIOJA solían motejar con humor 'Ignacico, majo'. A primera vista, parecía Ignacio un hombre prudente, siempre centrado en su trabajo, que solía fajarse como nadie con los linotipistas, tipógrafos y técnicos de aquel taller de plomo e insoportable calor.
Tengo que reconocer que, al principio, me daba apuro dirigirle la palabra a aquel baztanés de voz recia y gesto adusto. Sin embargo, en cuando tomamos confianza, pronto comprendí que Ignacio era un tipo de los que hay pocos: serio cuando tocaba bregar, noble y sin dobleces, y con un inteligente sentido del humor si la situación lo requería. Un hombre bueno, vamos.
Durante décadas, Ignacio se dejó las pestañas en su sección de 'Extranjero' y, más tarde, en la de 'Cierre', recogiendo los errores que a los demás se nos habían escapado a lo largo de la jornada laboral y que él, con meticulosidad y esmero, solía enmendar ya de madrugada.
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Las grandes pasiones de Ignacio eran sus tres chicas, Mary Sol, su mujer, y sus hijas, Puy y Cali. ¡Qué orgulloso estaba de ellas! Luego llegarían los nietos a los que, por suerte, vio crecer, ya jubilado, y con los que tuvo más tiempo para disfrutar de ellos, mientras se le caía la baba.
También tenía otra pasión, menor, claro: los coches. A lo largo de muchos años dirigió Esarte el suplemento 'Motor', referencia automovilística de la región, y, cuando podía, viajaba a las presentaciones de los vehículos que salían al mercado para probarlos en persona y poder transmitir a los lectores de LA RIOJA sus sensaciones como conductor avezado.
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Como persona valiente que era, luchó Ignacio como un titán para superar sus enfermedades, incluido un infarto de miocardio que sufrió en plena redacción. No solo lo consiguió, sino que, una vez recuperado, retomó su trabajo, sin que nunca faltara el humor. Era muy consciente de que la vida le había dado una segunda oportunidad, y bien que la aprovechó con alegría y una dieta espartana que llevaba sin mácula.
Tus compañeros, tus amigos, te vamos a echar de menos, querido Ignacio. No obstante, ten por seguro que seguiremos recordando tu figura, tu integridad, continuaremos riéndonos con tus ocurrencias, salpimentadas de algún que otro taco o exabrupto, aunque siempre preñadas de ingenio y originalidad.
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Sit tibi terra levis, 'Ignacico, majo'.
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