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Al señor Victor d'Hondt, natural de Gante (Bélgica), en cuanto llegan las elecciones lo ponen de vuelta y media. Si uno lee los periódicos y anota las quejas recurrentes de algunos partidos, creerá que este hombre ha sido el causante de todos los males que afligen a la democracia española. Como él ya lleva un tiempo bajo tierra (murió en 1901) y es una víctima fácil, quizá debamos recoger el testigo de su defensa y explicar quién fue, qué demonios inventó y por qué su sistema ha tenido tanto éxito (y tantos detractores).
Victor d'Hondt ha pasado a la historia por una fórmula matemática, aunque él fue profesor de Derecho Fiscal de la Universidad de Gante. Don Victor publicó en 1878 La représentation proportionnelle des partis par un électeur. Su sistema venía a resolver, mal que bien, uno de los grandes quebraderos de cabeza de las democracias representativas: cómo traducir los sufragios en escaños. Se trata de un sistema proporcional, alejado por tanto del expeditivo método británico: en el Reino Unido, el candidato que resulta más votado en cada circunscripción gana el escaño; los demás, aunque hayan perdido por un solo voto, se quedan sin nada. The winner takes it all, como cantaba Abba. Quienes se quejan de que el sistema español es poco proporcional, deberían darse una vuelta por aquellas islas: en las elecciones del año 2010, por ejemplo, los Liberales-demócratas de Nick Clegg consiguieron el 23% de los votos, lo que solo les reportó 57 escaños (el 8,7% de los asientos en la Cámara de los Comunes). En cambio, los laboristas de Gordon Brown lograron 258 diputados con el 29% de los sufragios totales.
El modelo británico quizá nos resulte inicuo, pero es de una sencillez apabullante y tiene la ventaja de que la ligazón del parlamentario con su distrito es muy poderosa. Por eso les resulta tan difícil a los partidos mantener prietas las filas y por eso las sesiones de la Cámara de los Comunes resultan con frecuencia tan convulsas. Sin embargo, Victor d'Hondt estaba en otra cosa: a él le interesaba una traducción más o menos proporcional de los votos en escaños. La fórmula matemática que ideó prescindía de los sufragios totales emitidos y se centraba en los votos que recibían las diferentes candidaturas. Estos se van dividiendo por la serie de números naturales (1,2,3,4...) hasta alcanzar la cifra total de diputados a repartir. Luego se ordenan los cocientes de mayor o menor y se van asignando los escaños hasta que se agotan.
El sistema d'Hondt introduce un evidente sesgo que beneficia a los partidos que más votos reciben, así que un matemático francés, André Saint-Laguë, se dispuso a corregir la fórmula para garantizar una mayor representatividad. Su método, publicado en 1910, consistía en sustituir los números naturales (1,2,3,4...) por los impares (1,3,5,7...). Al incrementar la diferencia entre divisores, aumenta también la diferencia entre cocientes y eso reduce de manera drástica la ventaja de las grandes formaciones políticas.
Un ejemplo recogido en el libro Sistemas electorales y gobierno representativo, de Josep Vallès y Agustí Bosch, permite verlo con claridad. Imaginemos que en las elecciones de una circunscripción se reparten ocho escaños y que estos son los resultados: el partido A gana los comicios y consigue 227.340 votos; el B logra 75.600; el C, 54.000; el D, 27.000; y el E, 24.840 sufragios. Si aplicásemos el sistema d'Hondt, el partido A conseguiría 6 escaños; y el B y el C, uno cada uno. Los demás se irían de vacío. Sin embargo, el sistema Saint-Laguë cambiaría los resultados por completo: el A se quedaría con 4 escaños, el B atraparía 2 diputados y el C y el D se conformarían con uno. El partido E, pese a sacar solo tres mil votos menos que el D, seguiría fuera del Parlamento.
La matemática electoral es una ciencia complicada. Las fórmulas no solo deben garantizar una representación social más o menos ajustada, sino que deben procurar que luego el país resulte gobernable. Si Victor d'Hondt apostaba por reforzar el peso de los partidos mayoritarios, André Saint-Laguë beneficiaba en exceso a las formaciones minoritarias. Para remediar este defecto, algunos países escandinavos (Noruega, Suecia, Dinamarca) retocaron levemente la variante de Saint-Laguë y elevaron el primer divisor de 1 a 1,4. Estas cuatro décimas que parecen tan inocentes aumentaban de golpe y porrazo en un 40% el precio del primer escaño. De esta manera, en el ejemplo anterior, los escaños se repartirían de este modo: A (5), B (2) y C (1). Con este sistema cobran mucha mayor fuerza los partidos medianos.
Hay otras muchas fórmulas disponibles (Imperiali, Hagenbach-Bischoff, Hare-Niemeyer) y cada país escoge la suya en función de criterios políticos. En España, la ensalada de partidos que surgió durante la transición y el temor a que una excesiva fragmentación se tradujera en un caos parlamentario aconsejaron la adopción del sistema d'Hondt. No es un caso raro: la misma fórmula se aplica en Portugal, Finlandia, Holanda, Austria... Muchas de las críticas que algunos partidos de implantación nacional hacen al sistema, de Ciudadanos a Podemos, no tienen tanto que ver con el pobre don Victor como con otras dos características de nuestro modelo electoral: la barrera y el tamaño de las circunscripciones.
En España, el listón que se pide a los partidos para entrar en el reparto de escaños en el Congreso de los Diputados (el 3% de los sufragios emitidos en la provincia) no resulta demasiado elevado. Casi todos los países introducen esta barrera, también para evitar la excesiva fragmentación, aunque con grandes variaciones: del 10% de Turquía al 0,67% de los Países Bajos. En el caso español, la distorsión mayor se produce al ligar el umbral a la circunscripción: eso favorece a los partidos nacionalistas o de fuerte implantación regional y penaliza a formaciones (por ejemplo el Pacma) que reciben apoyos diseminados por todo el Estado, pero que no superan la frontera del 3% en ningún distrito. Si la regla del 3% se hubiese implantado a nivel nacional, partidos como Bildu, Coalición Canaria, el PNV o incluso Esquerra Republicana lo tendrían casi imposible para entrar en el Parlamento. De hecho, si cogemos los resultados de las elecciones generales de 2016 y aplicásemos una barrera del 3% a nivel estatal, solo habría cuatro partidos representados en el Congreso de los Diputados: PP, PSOE, Unidos Podemos y Ciudadanos. Esquerra consiguió 9 diputados con el 2,63% de los votos.
Pero la madre del cordero está en el tamaño de las circunscripciones y en los escaños asignados a cada una de ellas. Eso tampoco es culpa del señor d'Hondt y se ha convertido probablemente la mayor fuente de distorsiones del sistema electoral español. «Las posibles variantes en la modalidad de voto no parecen tener de por sí una incidencia importante sobre la representatividad de la composición parlamentaria final. Es la combinación de elementos -y, en primer término, la magnitud del distrito, la barrera y la fórmula aplicada- la que produce resultados más o menos proporcionales en esta distribución», advierten Vallès y Bosch. En España se decidió que la circunscripción básica fuese la provincia. Según la Ley Electoral General, a cada una le corresponde un mínimo de dos diputados (salvo Ceuta y Melilla, que envían uno por ciudad). Los 248 diputados restantes se distribuyen en función de la población: de esta manera, Madrid ocupa 36 escaños del Congreso y Soria, solo dos. La Rioja elige cuatro diputados. Este reparto vuelve a primar el criterio territorial sobre el meramente proporcional. En las elecciones de 2016, PNV y Pacma sacaron casi el mismo número de votos, unos 285.000, pero los muchachos de Urkullu consiguieron cinco escaños y los animalistas se quedaron con las ganas.
En el Senado, una cámara de segunda lectura que se pretendía (sin demasiado éxito) de representación territorial, el desajuste es aún mayor: cada provincia envía cuatro senadores, aunque se hacen excepciones con Ceuta (dos) y Melilla (dos) y con las islas: tres en Gran Canaria, Mallorca y Tenerife; uno en Ibiza-Formentera, Menorca, Fuerteventura, Gomera, Hierro, Lanzarote y La Palma. Para complicarlo aún más, cada comunidad autónoma envía un senador y otro más por cada millón de habitantes. En el diseño institucional español, el Senado es quizá la pieza que más chirría y de ahí las constantes peticiones de reforma, jamás atendidas.
Por lo menos en España las circunscripciones son fijas y no se juguetea con ellas. Se elimina así el riesgo del gerrymandering , una práctica fraudulenta que toma el nombre de Elbridge Gerry, gobernador de Massachusetts a comienzos del siglo XIX. El señor Gerry llegó a retorcer tanto un distrito electoral para perjudicar a sus oponentes, los federalistas, que un periódico local sacó la imagen de la circunscripción resultante, que había adquirido la curiosa forma de una salamandra (salamander, en inglés). La unión de ambas palabras (gerry-mander) hizo tanta fortuna que ha pasado a designar un concepto universal en Ciencia Política. Mussolini hizo apaños semejantes para rentabilizar el voto fascista en Italia y De Gaulle también se las ingenió en Francia para, mediante la manipulación de los distritos electorales, rebajar el impacto del partido comunista. Al identificar las circunscripciones con una entidad administrativamente sólida como la provincia, se evita que los políticos españoles caigan en esta tentación.
¿El sistema electoral español es justo? ¿Es injusto? Depende de cómo se mire y de lo que se quiera conseguir. No hay una fórmula perfecta. En España se buscó un modelo más o menos proporcional que garantizase la posibilidad de formar gobiernos estables, pero que también recogiese la diversidad territorial y no marginase por completo a las provincias rurales. Sobre el papel no parecía una idea descabellada, aunque al final ha conducido a la sobrerrepresentación de los partidos nacionalistas y a la infravaloración de las formaciones no mayoritarias de implantación estatal.
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