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Ana Idoya García cierra los ojos, traga saliva y cruza una mirada con su compañero. Con delicadeza pero con firmeza, eleva al Cristo yacente por encima de la urna y lo deposita sobre los brazos de dos cofrades. «Me evado de la capilla y le ... digo: 'Aquí estamos tú y yo'. Puede sonar ñoño, pero siento que es una forma de estar a su lado», explica la hermana mayordomo de la Cofradía del Santo Sepulcro ya con la tranquilidad del deber cumplido.
Ella es un pequeño engranaje de una maquinaria que funciona a la perfección y que permite que el rito se mantenga con leves variantes. Porque la Limpieza del Santo Sepulcro es sobre todo tradición, un legado que se perpetúa generación tras generación y que se ha convertido en la seña de identidad de la Semana Santa logroñesa.
Y como tal se vive. A mediodía está programado el comienzo del acto, pero desde un par de horas antes los cofrades se reúnen en la capilla de los Ángeles y mastican un expectante nerviosismo. Proliferan los abrazos, los besos, los piropos, las risas contenidas... Son reencuentros personales, pero sobre todo un abrazo íntimo con la divinidad encarnada en madera. Todos esperan ese instante. «Es el único momento del año en que sale el Cristo de su urna, en el que se le puede tocar y lo tienes delante. Parece que solo hay un cristal de separación, pero una vez que sale transmite muchísimo», reconocía David Rioja, hermano mayor de la cofradía, minutos antes de la limpieza.
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Sobre la urna, la Dolorosa espera con su inmutable grito desgarrador y, como novedad este año, frente a ella, aguardan las lágrimas de la Virgen de la Soledad en un resumen estremecedor del viacrucis.
Cofrades e invitados llenan la capilla pasadas las 11.30 horas, con el murmullo propio de una muchedumbre amplificado por la bóveda octogonal. Un cofrade pide silencio como minutos después solicitará apagar los móviles. Y, contra todo pronóstico, el silencio se hace con rigor germánico. Resulta tan inusual que espesa el ambiente, sobre todo cuando se va alargando minuto a minuto.
A las doce en punto, todos contienen la respiración esperando una señal, la de siempre, la que escuchaban los labriegos extramuros o los obreros en talleres. La Santa María tañe doce veces y parecen doce gritos de una madre que llama a su hijo muerto.
Antes de colocar las escaleras que darán acceso al camarín, los cofrades más jóvenes apuran un último abrazo como el de los futbolistas antes de una final, abrazos que más son peticiones de apoyo que de efusividad.
El rito se hace presente. Se eleva el pesado cristal que protege la urna y se afianza con cadenas. Ana Idoya se escurre por el camarín, retira los últimos adornos y en apenas cuatro minutos de silencio absoluto el conjunto de vidrio, plata y carey se mueve para poder extraer al Cristo yacente. Las grabaciones de los teléfonos móviles y los medios de comunicación son lo único que perturba esa quietud de muerte teñida de esperanza.
La imagen reposa en los brazos de dos y luego cuatro cofrades que aguardan la retirada de los almohadones que adornarán el catafalco. Azabache y alamares de oro, como de traje de torero. Pero aquí no hay ecos de la gestual y vocinglera Semana Santa andaluza. Todo tira a lo adusto, a lo castellano: silencio y un Cristo estilizado pero sangrante que por fin yace en el centro exacto de la capilla.
El silencio se amplifica cuando dos camareras y dos camareros limpian con el leve roce de unas plumas la escultura. Ni aceites, como se hacía antes, ni agua de romero. La tradición resulta fundamental, pero tanto más la preservación de la talla, con más de tres siglos de vida, que debe mimarse para que todo continúe fluyendo y Fernando Martínez, con 60 años de cofrade y ni una tacha en su hoja de servicio, pueda volver a vibrar con este momento único. «Siento mucha emoción y la gente también, por eso acude», explica sereno. Las lágrimas las guarda para cuando lo vea procesionar por Logroño.
Las autoridades eclesiásticas y políticas comienzan el besapiés. Después llegará el turno de ciudadanos como Araceli, que ha esperado más de una hora en la puerta de La Redonda para cumplir con un «acto de fe». A las 12.20 se abren las puertas que dan a la plaza del Mercado y la luz natural de un nublado día se adueña de todo. Hasta parece que alivia la tensión previa para convertir la capilla en un velatorio al uso, donde siempre hay lágrimas, pero también chismes y sonrisas.
En Portales, la fila se mueve y engrosa con miembros que se podrán contar por cientos antes de que el Cristo vuelva a su sepulcro, ya limpio y reluciente gracias a cofrades que no han parado de trabajar y organizar.
Con mucho mimo, estos entregan un pequeño algodón que previamente han frotado en el torso del Cristo a todos los que se postran ante la talla para besarla. Para algunos, apenas unas micropartículas de madera y barniz. Para otros, sangre, sudor y pleura del ajusticiado. La dualidad de la Semana Santa: los profano y lo sagrado que se dan la mano en la capilla de los Ángeles cada Miércoles Santo.
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