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Las joyas de la corona británica se guardan en la Torre de Londres y despiertan entre los visitantes admiración, sorpresa y estupor. El pretendido brillo de la monarquía se encarna en un tesoro mítico que los monarcas solo exhiben en raras ocasiones. Sobre la cabeza ... de Carlos III reposará hoy la corona imperial del estado, una fastuosa pieza de orfebrería, confeccionada en 1838 para la reina Victoria, que tiene cuatro diademas, 2.868 diamantes, 273 perlas, 17 zafiros y once esmeraldas. Se realizó para sustituir en los actos oficiales a la corona de Eduardo el Confesor, de oro macizo, tan pesada e incómoda que solo se utiliza en el momento solemne de la coronación.
En el frontal de la corona imperial del estado figura un impactante rubí de 170 quilates (38 gramos de peso) que al parecer se extrajo de las minas de Birmania o de Tayikistán, pero que acabó en Londres gracias a un regalo de Pedro I el Cruel, rey de Castilla entre 1334 y 1369. El monarca castellano quería agradecer con esta alhaja singularísima la participación del Príncipe Negro, Eduardo de Woodstock, primogénito de Eduardo III de Inglaterra, en la batalla de Nájera.
La tesis tradicional defiende que el rubí formaba parte del adorno de una virgen del monasterio najerino de Santa María la Real. El erudito local Constantino Garrán había encontrado huellas de esta posesión en un becerro (libro de privilegios) que guardaba en su casa un armador bilbaíno y en el que figuraba detallado el antiguo tesoro de Santa María. Aquel becerro se perdió durante la Guerra Civil y de sus valiosísimas anotaciones solo queda el lejano testimonio de Garrán. La falta de pruebas tangibles ha hecho surgir en los últimos años otra hipótesis, según la cual el rubí formaría parte del ajuar del rey Muhammad VI de Granada, alias El Bermejo, a quien Pedro I se la habría arrebatado de algún modo. Tampoco hay demasiado sustento documental para esta teoría, aunque algunos historiadores se apoyan en un pasaje de la Crónica del Rey don Pedro, del canciller López de Ayala, y en la propia esencia de la piedra (un balaje o espinela sin tallar) para adjudicarle un origen nazarí. No obstante, un reciente estudio del anticuario Fernando Rubert insiste en su procedencia riojana y se refiere a la cruz de Sancho Abarca, tallada por orfebres árabes y donada al monasterio de Nájera en el acto de su fundación, en 1052. Según las crónicas de la época, en ella figuraba una piedra de tanto resplandor que, cuando le daba la luz natural, «alumbraba con la intensidad de un hacha, tanto que podían los monges leer a su claridad el Breviario». Rubert apoya sus tesis en fragmentos e ilustraciones de los códices Albeldense y Emilianense.
En lo que existe unanimidad es en que el monarca castellano entregó la joya al Príncipe Negro como agradecimiento por haberle prestado sus servicios en la batalla de Nájera. En algún punto impreciso entre Alesón y Navarrete, se libró en 1367 una de las mayores contiendas de la Baja Edad Media. Se enfrentaban por el trono castellano Enrique de Trastámara y Pedro I el Cruel. Fue aquella una guerra civil con hechuras de guerra mundial, un episodio cruento de la Guerra de los Cien Años en el que Pedro I contó con el apoyo de ingleses y aquitanos. Eduardo de Woodstock, con su legendaria armadura negra –de ahí su apodo– y su aura de caballero invencible, fue uno de los artífices de la victoria del rey cruel. Como regalo por sus servicios, regresó a Londres con aquella hermosa espinela que ilumina la corona imperial británica. Una corona que, sin embargo, el Príncipe Negro jamás llegó a ceñirse. Eduardo de Woodstock, hijo y padre de reyes, primer duque de Cornualles y príncipe de Gales durante 33 años, murió de disentería en 1376, aunque su nombre perduró en la leyenda caballeresca.
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