No me hables de médicos

Clinton lo consiguió. Porque era majo y guapo, sí, pero también porque hizo caso de lo que James Carnville, uno de sus asesores, escribió en la pizarra de su sede de campaña. «The economy, stupid». Es la economía, idiota.

Clinton ganó y lo consiguió casi todo, incluyendo salvar un escándalo insalvable y durar los dos mandatos que Bush no pudo. Lo que te hace ganar elecciones son las cosas de comer.

Concha Andreu ha adoptado el eslogan. Es la economía, es la economía. Tras dos años sin poder hacer mas política que la de la pura supervivencia –la literal de todos en plena pandemia, y la política propia en plena guerra interna– ahora le quedan dos años para intentar hacer otra cosa. Y hacerlo muy deprisa porque vuelan los meses.

El miércoles, Andreu cambió a Sara Alba como portavoz para entronizar en tan visible sillón a Álex Dorado. Salud por Medio Ambiente, se podría decir, aunque más adecuado sería Salud por política. A Dorado, un señor desconocido hasta hace dos días, se le presupone perfil político, buena boca y poca gente que le odie. Todo bueno para un portavoz.

Pero sobre todo, que Alba estuviera cada miércoles en la rueda de prensa del Consejo ponía ante la prensa a alguien a quien siempre hay algo que preguntarle. Sobre lo suyo, se entiende: que si la pandemia, las vacunas, las ambulancias. A Dorado nadie le preguntará de lo suyo, porque lo suyo ha sido hasta ahora más bien gris. Así que el Gobierno podrá hacer lo que busca todo buen portavoz: elegir su mensaje, lanzar el titular y esperar que los que están delante lo compren. Que si es medio agradable, suele hacerlo.

Ese titular va a tener números: los del dinero, los de los proyectos; los de en fin, la economía, estúpido.

No me preguntes de inyecciones. Ni me des la vara con virus. No me hables de médicos. Que tengo que ganar unas elecciones.

Permítanme tomar prestada una opinión. Creo que se la oí el otro día a Angels Barceló, pero podría equivocarme: siempre he tenido memoria de pez. Celebraba ella no la muerte de Belmondo, claro, sino su funeral. Un funeral de Estado, un féretro cubierto con la bandera, el presidente de la República y todos los partidos sin distinción, militares, una banda republicana tocando la música de sus películas.

No es que me importe mucho Belmondo. Tipo con carisma, pero de otra época que no es la mía. Pero estoy con Barceló en que ese tipo de funerales por un cómico (todo actor lo es) demuestran una diferencia fundamental entre Francia y España. Es la misma diferencia que me parece percibir, por ejemplo, cuando visito los siempre impolutos cementerios de soldados ingleses repartidos por el mundo.

A los franceses, igual que a los ingleses, no se les cae ningún anillo por celebrar lo grande que tienen, aunque ese grande no fuera en vida «de los míos». Aquí llevamos tanto tiempo de guerra civil (un par de siglos al menos, quizá más) que no somos capaces sin bronca. Y mucho menos por un actor.

Segundo permiso que les pido. Tras robar una opinión, permítanme ahorrarme otra. No debería: si uno aspira a repasar para ustedes lo mollar de la semana, no debería dejar sin tocar el caso de los bebés intercambiados que esta semana ha desvelado mi compañero Luisja Ruiz.

Pero es que no puedo. No soy capaz de decirles qué me parece todo esto. Es asombro lo que todo esto me grita. Y una tremenda sensación de pequeñez. Una casualidad, una etiqueta quizá caída, un mal momento de alguien inocente y media docena de vidas cambiadas para siempre, de un modo que no puedo imaginar. Qué voy a opinar de eso.