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La primera referencia escrita de la presencia del pueblo gitano en España se remonta a 1425, con un salvoconducto de Alfonso V de Aragón a ... Juan de Egipto Menor para permitir su peregrinación a Compostela. Peregrinos por fe y por castigo, como recuerda Robert Plötz, quien explica que los gitanos «no hubiesen podido recorrer Europa con cierta facilidad si no fuera por la invención de la historia de que tenían que andar siete años por el mundo haciendo penitencia por haberse negado sus consanguíneos a ayudar a la Sagrada Familia en su huida a Egipto».
En uno de esos peregrinajes pero en 1476 atravesó La Rioja otro Don Juan, conde de Egipto Menor (título que se atribuían los peregrinos gitanos), camino de la tumba del apóstol y huyendo de otros condes que querían asesinarle.
Esa fue la primera vez que un texto vinculaba a los gitanos a esta zona, en una presencia guadianesca y siempre controlada por la Administración puesto que los romaníes eran ágrafos, así que su paso por la historia lo escribieron los que en demasiadas ocasiones fueron sus perseguidores y ejecutores. El historiador Manuel Martínez recoge que hasta 1573 los gitanos no reaparecen en los documentos oficiales de La Rioja. En esta ocasión, con el castigo a las gitanas Teresa y Mencía por «incitación carnal».
En 1577, siglo y medio después de esas primeras apariciones puntuales que provocaban curiosidad y expectación en pueblos y ciudades, la percepción social había cambiado. Ese año en Logroño se pregonaba la prohibición de entrada de gitanos en la ciudad. No sería la única ciudad que tomó esa medida.
Aunque tal vez la historia más extendida (y con menos fundamento histórico) de la presencia de gitanos en La Rioja nace de la pluma del inglés George Borrow, quien deambuló por España difundiendo el protestantismo durante cinco años. Amigo de los gitanos, sus narraciones sobre el pueblo romaní acabaron, sin embargo, por engordar su leyenda negra. En concreto, Borrow narra en el cuento 'El librero de Logroño' cómo un grupo organizado de gitanos envenenó en 1618 las fuentes de Logroño para diezmar su población y tomarla al asalto, cosa que impidieron unas decenas de valientes defensores en un texto en el que no faltan los tópicos sobre el pueblo gitano.
Esa visión negativa se amplificó en el siglo XVIII, cuando la Inquisición condenaba a gitanas por hechiceras y se enviaban hombres a galeras por el mero hecho de vivir libres. Porque como escribió el historiador José Luis Gómez Urdáñez, se diferenciaba entre gitanos buenos, los que «abandonaban el nomadismo, se avecindaban, renunciaban al idioma y a sus costumbres y eran buenos cristianos», y malos, que eran castigados. Aunque los 'buenos' no se libraban de sospechas y condenas.
La persecución de la etnia era evidente, aunque a su grado máximo llegaría con la denominada 'solución final', ideada por un riojano, el Marqués de la Ensenada, y diseñada durante años para llegar a su punto definitivo el 31 de julio de 1749, cuando se apresó a más de 9.000 gitanos. El objetivo de Zenón de Somodevilla era separar a hombres y mujeres para evitar que los gitanos se reprodujeran y acabar con la «malvada raza», como la denominó. Pese al empeño de la monarquía de Fernando VI, en pocos meses esta idea se comprobó que era una locura, aunque la persecución fue dura y sirvió para estigmatizar todavía más a los romaníes.
No queda tampoco constancia de dónde se asentaron las familias en La Rioja (en la Pragmática de 1717 solo les permitía habitar en Logroño y Santo Domingo) aunque es evidente que se fueron sedentarizando, manteniendo algunos oficios que se perpetuaron durante el siglo XIX y XX: tratantes de ganado, caldereros, vendedores ambulantes, peones agrícolas…
Y siempre habitando en una especie de zona gris de la sociedad, vinculados a ambientes marginales o barrios depauperados. Esa situación se convirtió en tragedia en marzo de 1979, cuando un derrumbe en la calle Ruavieja segó la vida de nueve miembros de una familia. El drama fue la espita para que los gitanos se movilizasen reclamando derechos, con una rabia que se plasmó en la creación de la Asociación de Promoción Gitana, cuya labor continúa. Un trabajo de integración que, 600 años después, parece asignatura pendiente para la sociedad española y para el pueblo gitano.
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Javier Campos
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