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PÍO GARCÍA
Domingo, 4 de abril 2021, 08:32
Debo advertirles, antes de que sigan leyendo, que no tengo ni idea de finanzas. Una vez me convencieron de que comprara acciones de no sé qué, me gasté medio millón de pesetas y lo perdí todo en tres meses. Comprendí entonces cuál era el verdadero ... trabajo de los 'brokers': mucho MBA, mucho Business School y acaban siendo ludópatas echándole a la tragaperras a ver si les salen tres fresitas, que está caliente la máquina. Ahora tengo el dinero en el banco como lo tendría bajo el colchón: ahí quieto. Y, a veces, cuando me disparan alguna comisión por la espalda, me dan ganas de sacar los pocos billetes que me quedan y llevarlos por la calle en el bolsillo del pantalón, atados con una gomita.
La vida económica la miro con asombro y las élites financieras me despiertan una curiosidad de antropólogo. Los veo en la televisión como se ven los documentales de La 2 y me provocan dudas acuciantes: ¿Jugará al golf la Botín en su despacho? ¿Sabrá hacerse el Goiri unos huevos fritos con chorizo? ¿Mirará Fainé folletos de coches cuando quiera comprarse uno nuevo? ¿Cómo habrá llegado un turco de Trebisonda, que está donde Cristo pegó las tres voces, a dirigir el BBVA? Me imagino que en esas alturas el dinero, que para nosotros es algo sólido y contable, angustiosamente real, se ha ido difuminando hasta convertirse en un ente fantasmal y juguetón, una cosa mágica, que aparece y desaparece sin dejar apenas rastro y que carece de toda conexión carnal con el mundo tangible que usted y yo habitamos: con el trabajo, con el sudor, con las horas, con los tornillos, con la azadilla, con el tractor, con esta página de papel.
Para entenderlos, hay que dejar de leer de Keynes y engancharse a Cuarto Milenio. En lugar de ofrecer explicaciones redichas y minuciosas sobre las fusiones bancarias, como si de verdad estuviésemos en el ajo, los periodistas deberíamos abordarlas como Iker Jiménez trata las abducciones extraterrestres o las caras de Bélmez. Todo resulta igualmente inexplicable y misterioso. También acojona un poco.
Cuando vi cómo una grúa retiraba los letreros de Bankia del edificio de El Espolón, me acordé de la antigua Caja Rioja, cuyo logotipo presidió la ciudad de mi infancia. Aquella Caja Rioja murió un día, sin que nadie todavía nos haya dado explicaciones coherentes. ¿Por qué desapareció? ¿Se había cometido algún desbarajuste? Si era una entidad tan inmaculada y saneada, tan admirablemente gestionada, ¿por qué acabó uniéndose con todos esos desperdicios? ¿Quién decidió que Caja Madrid, esa cueva de Alí Babá, era el noviete ideal? En el Parlamento de La Rioja se montó con toda solemnidad una comisión para investigar lo sucedido, una comisión que llegó a la revolucionaria conclusión de que la vida es una tómbola, tom tom tómbola, de luz y de color.
En fin: ya les digo que no entiendo de finanzas. Solo sé que, con honrosísimas excepciones, las cajas de ahorro acabaron devoradas no por los Lehmann Brothers, sino por la codicia de los políticos, que las utilizaron para sus propios fines mientras recibían sueldazos indecentes e iban por la vida dándoselas de banqueros a lo Wall Street. Cuando alguien me trata de convencer de que la solución para todos nuestros males es una banca pública, pienso que aquello terminaría irremediablemente siendo como la televisión pública: un organismo en teoría magnífico transformado en un juguete para políticos ansiosos. Y encima chorreando dinero. Esa película, amigos míos, ya la hemos visto. Que se lo pregunten a Rato, que al principio nos parecía el Rockefeller de las torres KIO y acabó convirtiéndose en la versión premium del Vaquilla, alegre bandolero.
El caso es que cada vez echo más de menos al bancario de toda la vida. Esos tipos del pueblo, a los que el traje siempre les quedaba mal, que se pasaban cuarenta años sentados en la misma silla de la misma sucursal actualizando libretas a mano. No habían estudiado Económicas ni hecho másteres ni nada por el estilo y, si alguien les hubiera hablado de 'hedge funds' o de 'credit default swaps', le habrían pegado dos hostias o habrían llamado al cura para que le quitara de dentro los demonios, según el humor del que estuvieran. Solían tener mala leche y hasta un vago complejo de superioridad, pero ofrecían algo insólito, algo que la nueva banca se esfuerza hoy infructuosamente por transmitir: confianza y cercanía.
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