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Para enfatizar la trascendencia del Día Internacional contra la Violencia de Género, que se celebra este sábado 25, se puede recurrir a muchas cifras o a algunas historias en primera persona. Los números abruman, pero faltan sentimientos. La estadística oficial del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) dice, por ejemplo, que el año pasado se contabilizaron en la región 443 mujeres víctimas, que se recibieron 690 denuncias y que no consta ningún homicidio por esta causa. También el Centro Asesor de La Rioja del Gobierno regional acumula guarismos inertes: 143 asistidas, una red de alojamiento con 29 plazas, y 72 atendidos en el programa integral que trata a los niños y jóvenes que han vivido el maltrato dentro del hogar. En la memoria de la Fiscalía riojana tampoco falta una avalancha de números: 437 casos atendidos en el 2016 por la Oficina de Atención a la Víctima del Delito (235 el año anterior), 236 intervenciones y 57 agresores que eran adictos a las drogas y/o al alcohol.
Los rostros de quienes han padecido en su carne la violencia de género expresan mucho más. Son pocas las que dan el paso de contarlo, y menos ante una grabadora, porque, por mucho o poco tiempo que haya transcurrido, aún pesa el trauma, la desconfianza, la falta de autoestima o el qué dirán. Seis de ellas han querido cortar la soga de ese lastre y emplear la energía que un día les llevó a sobrevivir para contagiarla hoy a otras mujeres que ahora están sufriendo el mismo trance articulando un espacio de apoyo pero, sobre todo, de escucha entre pares.
143 mujeres fueron atendidas por el Centro Asesor de la Mujer de La Rioja el pasado ejercicio.
437 casos de violencia de género fueron asistidos en el 2016 por la Oficina de Atención a la Víctima.
236 intervenciones realizó la Oficina, entre las cuales 139 era víctimas españolas y el resto extranjeras .
57 agresores tenían algún tipo de adicción. La mayoría a las drogas y, en menor medida, al alcohol.
«Los profesionales somos vitales para ayudar a las víctimas de este tipo de violencia, pero sólo ellas pueden aportar una empatía igual de imprescindible», prologa Toñi Aretio, trabajadora social del SERIS al tiempo que la psicóloga del Centro Asesor de la Mujer (CAM), Luisa Velasco, apunta al «empoderamiento colectivo y personal» como esencia de un espacio que echa a andar con el testimonio público de sus protagonistas. El único límite es lo que desean contar; la única condición, guardar cierto anonimato supliendo sus nombres por letras del alfabeto escogidas al azar.
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F, por ejemplo, era víctima de violencia de género antes de saber que era víctima de violencia de género. Corría el año 2009 y lo único que tenía claro es que su vida «no era buena» ni veía a sus hijas felices. Decidida a separarse, buscó asesoramiento jurídico en Haro, de allí le derivaron a la Oficina de Asesoramiento a Víctimas del Delito de Santo Domingo y, después, al CAM. En Logroño se entrevistó con una abogada que al primer contacto le remitió a una trabajadora social. «Me dijo hasta tres veces: 'tú eres una mujer maltratada', pero yo se lo negaba», recuerda. «Siempre había pensado que eso era sólo cosa de sectores marginales, pero aquella profesional empezó a hablarme y tocar puntos que cada vez me incomodaban más». Tener constancia de qué era la violencia machista fue el punto de inflexión, la apertura de «un mundo nuevo» en el que ha ido superando fases hasta decidir ayudar a otras que quizás estén ahora bloqueadas por aquella misma grisura que a ella le atenazó. Por muchas razones, «por ignorancia, por debilidad, por aparentar ser una familia perfecta...».
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U pertenece a otra generación. La sociedad en la que ella se decidió a separarse hace 32 años y «superar un terror inmenso» no estaba preparada para aquel ejemplo. El entorno le aconsejaba callar, aguantar. Darse un poco de maquillaje o usar unas gafas de sol más grandes para disimular los golpes. Como se había hecho siempre. No será para tanto, le susurraban. Las marcas en la cara, las vejaciones continuas no decían lo mismo. Un juez «justo» le dio la razón de inmediato, pero la sentencia no la liberó completamente. «Los recursos de hoy no tienen nada que ver con la precariedad de entonces», confirma con la perspectiva del tiempo, «pero al menos encontré profesionales que supieron escucharme». Sin asistencia psicológica y muchas asuntos por resolver en su propia familia, fue recuperando por sí misma la confianza, la seguridad íntima que una vez le arrebataron. «Se ha avanzado mucho, las puertas a las que puedes llamar se abren y, sin embargo, aún queda un largo camino por recorrer», opina. «La prensa ya no llama a los asesinatos de mujeres a manos de sus maridos 'crímenes pasionales'», apunta, «pero aún late el 'postmachismo' que es intolerable».
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E describe su experiencia con un sosiego inversamente proporcional a la crudeza del infierno que padeció. Las décadas transcurridas desde 1990, cuando se separó, corren a su favor. Y sobre todo saber que el hombre que le infligió tanto dolor está enterrado. En diez minutos condensa años de terror sin paliativos. Noches encerrada con sus hijos en una habitación atrancada con un somier para que él no les golpease; amenazas e insultos constantes dentro y fuera del hogar y hasta a la puerta del colegio; la sal que nunca olvidaba llevar en los bolsillos cada vez que salía de casa para arrojarla a los ojos de su agresor cuando aparecía de camino al trabajo... Con todos aquellos retales de sufrimiento ha tejido una coraza de fortaleza que transciende las palabras. Y, de hecho, antes incluso de crear este grupo de empoderamiento de mujeres maltratadas ella ya ejercía como confidente improvisada para quien se acercaba a contarle sus dudas. Su fortaleza, sin embargo, no está exenta de tics incrustados muy adentro. «Aún tengo la costumbre de pararme ante los escaparates o en un espejo retrovisor para comprobar si hay alguien detrás o me da un respingo si alguien de pronto grita», reconoce. Y sus compañeras asienten, confesando sus propias psicosis. Todas distintas, todas enjuagadas con la misma esperanza que ahora quieren trasladar a otras.
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R tocó un día fondo hace más de 30 años. Hasta allí abajo la mandaron palizas constantes, insultos, descalificaciones... «Todo lo que te puedas imaginar», resume por no agriar al oyente. Pero lo que más le dolía era el silencio. Y, especialmente, la incomprensión. «No me atrevía a decir nada porque en el barrio estaba mal visto y yo no sabía qué hacer, en esa época era un tema tabú; sólo quedaba aguantar». Salir un día de casa para luego volver creyendo que algo había cambiado. Escapar momentáneamente para después quedar otra vez atrapada. Un camino, coinciden, recurrente. Aquella visita a la sima del dolor fue, paradójicamente, el trampolín que le impulsó a volver a subir, a recuperar las bridas de su vida. Sus hijos -«ese sol que me relumbra cada día»- fueron el referente al que se aferró cuando nada a su alrededor le ofrecía un asidero. Rememorando esa escalada tan empinada y pedregosa, lo que ahora encuentra en la mochila que tanto le pesó es orgullo que ahora presta a quien mire en su espejo «porque si yo he salido, todas lo pueden hacer».
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Z fue consciente de que había sufrido malos tratos psicológicos de su primer marido cuando se separó de su segunda pareja. «El padre de mis hijos era un maltratador sibilino; la persona con la que pasé luego cuatro años, resulta que lo era elevado a la enésima potencia». Aquello lo supo luego. En su relato no asoman golpes ni amenazas flagrantes. Como máximo, una mano levantada que en el último momento cambió de dirección para romper un jarrón carísimo y un puñado de baldosas porque su dueño sabía que aquello sería el fin. De lo que está construido su caso es de un sofisticado y siniestro cúmulo de mecanismos que llegaron a anularla por completo. «Tengo un puesto de responsabilidad, he viajado por todo el mundo, mi formación es amplia, nunca hubiera imaginado que podría llegar a ser una víctima, y ya ves», comenta para constatar que la violencia de género no sabe de clase social, ni de edad, ni de clichés. Un día todo encajó. Los correos electrónicos que su pareja le leía a escondidas, las preguntas continuas de con quién había estado, a qué vienen ahora esas fotos antiguas, por qué has llegado tan tarde. «De repente abrí el armario y me di cuenta de que toda la ropa que tenía era negra, aunque no me gusta ese color», recuerda mientras en su cabeza suena la efervescente canción de Estopa que se ponía en el coche de vuelta de trabajo y que al llegar a casa cesaba de súbito. No sólo en el aparato de música; también en su cabeza. «Ahora me doy cuenta de que siguió el guión del amante perfecto para coser una red de manipulación en la que acabé atrapada sin saberlo y reincidía». Esa estrategia de aislamiento fue cortando los hilos que le unían al exterior excepto el de la amiga que le empujó a reaccionar el día de su cumpleaños, cuando después de tanta presión psicológica la floristería llamó a la puerta con 52 de las rosas más exclusivas y una firma primorosa en la tarjeta. Una letra que conocía demasiado bien. «Hasta aquí has llegado, me dijo mi amiga». Y así fue. La valentía que admite que le faltó entonces es la que ahora está dispuesta a trasmitir. «Porque la revolución -concluye- nace de una misma».
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A prefiere no intervenir en la charla. Escucha a sus compañeras, se presta a las indicaciones de la fotógrafa. Sin saberlo, da mucha información. Porque no ha querido esconderse. Podría haber declinado venir. Dejarlo pasar, como tal vez ella hizo un día. Esperar a que algo cambiara. Y no. Ahí está también, sumando con una sonrisa sus manos a otros cinco pares para hacer saber a otras mujeres que el futuro no lo imponen otros. Que las supervivientes de la violencia de género son el ejemplo para saber que hay una salida. Que todos esos nombres de mujer guardados en el anonimato, que esas letras que aquí les da un identidad ficticia, pueden unirse para formar una palabra: fuerza.
Cualquier puerta es válida hasta llegar a vivir libre de violencia. Desde la del médico hasta la de alguna trabajadora social; desde el Ayuntamiento, hasta el Centro Asesor de la Mujer en Gran Vía (941 294550).
También desde el frente institucional se van moviendo (lentamente) piezas para hacer un frente un común en La Rioja ante la violencia de género. A las iniciativas a nivel local se ha sumado desde el Parlamento una ponencia creada el pasado 5 de septiembre que a lo largo de la legislatura se ha complementado con proposiciones no de Ley como la aprobada a petición de Podemos para, entre otros aspectos, crear un alojamiento urgente para víctimas que lo requieran por razones de seguridad. También del partido morado partió la PNL orientada a reforzar la protección de las mujeres maltratadas en el mundo rural. Menos suerte corrió la petición del PSOE de registrar antes de fin de año un proyecto de Ley específico, un texto que también formuló Podemos sin ser tomado en consideración.
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