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Este año se cumplen cuatro décadas de las primeras elecciones municipales. Cuyos resultados depararon alguna analogía con los recién anotados el 26 de mayo. También entonces los pactos fueron inevitables cuando las mayorías no alcanzaron el rango de absolutas en decenas de ayuntamientos, repartidos ... por toda España, de manera que la constitución de las primeras corporaciones democráticas fue un momento histórico por varias razones: entre ellas, que precisamente la política de alianzas registradas una vez abiertas las urnas permitió a la izquierda acceder al gobierno de principales ciudades. Y en consecuencia pudo visualizarse que: a), el PSOE estaba listo para gobernar el país (lo haría tres años después) y podía emplear como cabeza de puente hacia Moncloa su dominio en Madrid o Barcelona, por ejemplo; y b), que los comunistas se incorporaban a la normalidad democrática sin que se desencadenara el Apocalipsis. Sus dirigentes no tenían rabo ni cuernos. Al revés, alguno de ellos, en comparación con sus desaliñados herederos, recuerdan vistos retrospectivamente a Beau Brummell, aquel dandi tan elegante.
El repaso a la hemeroteca permite concluir que una diferencia central entre aquel tiempo y el actual es el histerismo. Una enfermedad que se desata entre aquellos que salen dañados por la inminencia del acuerdo entre sus rivales y tiende a envenenar ese aire de rutina que debería distinguir a la necesidad del abrazo entre desiguales, a condición de que las negociaciones estén presididas por la grandeza y la conveniencia común en mirar por los intereses de los administrados. Así se forjan las mayorías en las instituciones democráticas en las sociedades occidentales. Una parte transige, la otra hace lo propio y ambas acuden al altar para formar gobierno. Porque puede ocurrir, siguiendo con esa lección de pedagogía que ofrece cada cita electoral, que el ganador precise del auxilio de una fuerza bisagra para que abra la puerta de la gobernación. O puede entrar en juego una alternativa diferente, menos natural: que los derrotados en las urnas se alíen y aparten del poder al ganador de las elecciones. Una figura que en el PP llamaban, con acierto, gobierno de perdedores. Paradoja: el tipo de gobierno en el que acaba incurriendo el propio PP. Sucede que la coyuntura política vigente, además de pródiga en histerismos en todo el arco político, es también muy rica en otro mal contemporáneo: la inconsecuencia.
La experiencia reciente de constitución de ayuntamientos permite observar la concurrencia de ambos atributos. Las fuerzas perdedoras, así en las urnas como en los pactos, digieren mal su derrota y se entregan a la inconsecuencia y al histerismo. Da lo mismo a qué partido se aplique este diagnóstico: todos cometen, en distintos grados, el mismo pecado. Los pactos firmados por sus rivales son puros ejercicios de entreguismo y ocultan un trasfondo oscuro, según la versión de quienes se ven desalojados de la poltrona; por el contrario, los acuerdos sellados por quienes juzgan con tan malos ojos a sus adversarios encierran un himno a la democracia, suponen un canto a la gobernación que pone al ciudadano en el centro de sus interesases... Palabrería. Que se olvida en cuanto se supera el trance de la toma de posesión y unos y otros empiezan a saber qué van a ser de mayores. Si gobernantes o si miembros de la oposición.
En el caso riojano, la mayoría de pactos alcanzados en los ayuntamientos han sancionado lo que ya concluyeron las urnas. Que el PSOE ganó esos comicios, como hizo antes en las generales y el mismo día, en las regionales y en las europeas. Un cuádruple éxito que complicaba a sus contrincantes del PP la posibilidad de plantear alianzas que ignorasen la voz de la ciudadanía y forzasen operaciones a demasiadas bandas. Y que le condenaban a una larga travesía por el desierto, para la cual no parece preparado. También parece que tardará en estarlo. Su resistencia a aceptar los resultados anticipa meses, años tal vez, de difícil asunción del nuevo papel que tiene que jugar, ese inhóspito rincón adonde le han enviado los riojanos. Donde prevalecerá el viejo dictamen del astuto Andreotti: el poder desgasta sobre todo al que no lo tiene.
Embarrar ahora el campo de juego escaparía de la lógica impuesta hace 40 años, cuando se detectó una grandeza superior entre la clase política. La sociedad viajaría hacia atrás, empujada por quienes se consideran lastimados por los acuerdos que sitúan en el poder a sus rivales. Olvidan que perdieron las elecciones. O que no tuvieron mayoría suficiente. Quienes así se comportan compiten entre sí en fariseísmo, mientras unos pactan con la extrema izquierda, independentistas incluidos, y otros lo hacen con la extrema derecha. En realidad, el único problema que sufren es una carencia. Una triple ausencia. Falta perspectiva histórica, sentido de la deportividad y, sobre todo, votos. Y así debe entenderse el llanto que nace en las entrañas del PP. Su particular manera de transitar por las cinco fases del duelo (negación, ira, negociación, depresión y aceptación) se justifica porque en La Rioja con más papeletas hubiera cantado bingo. Más papeletas propias o de Vox. Ese fuerte abrazo que, aunque fuera el del oso, sí le hubiera parecido bien.
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