'Fortaleza de San Nicolás', obra del artista suizo Carlo Bossolli. Colección privada

La fortaleza asediada

La crónica ·

«Tengo miedo. Tengo miedo de todo el mundo. (...) Soy, como todos los mortales, inaplazable» Pablo Neruda ('El miedo)

Jorge Alacid

Logroño

Domingo, 13 de septiembre 2020, 09:25

Una estrategia muy recurrente en materia gubernamental consiste en: a) identificar un adversario a quien atribuir todos los males que acechen a cada inquilino del poder (rol que suele reservarse a la prensa); b), convencer luego al gobernante en cuestión de que debe merecer tratamiento ... de usía, puesto que se trata de Julio César redivivo (vale también Cleopatra); c) levantar un parapeto que fortifique las estancias donde reside, evitando sobresaltos que cuestionen semejante diagnóstico y pongan en duda la subsiguiente receta. Aislando al mandatario del escrutinio ciudadano y vetando cualquier asomo de crítica, una vez extirpada su hermana, la autocrítica, quien se someta a esta terapia caerá víctima del síndrome de fortaleza asediada, cuyos muros nunca son lo suficiente altos ni gruesos. Verá rivales donde no los hay (solo puntos de vista divergentes, que ayudan a mejorar la calidad de su desempeño) y enemistad donde antes encontraba complicidad.

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Estas historias no suelen tener final feliz. Acosado por tal enfermedad, este tipo de gobernante acaba disparando contra todo lo que se mueve (fuego amigo incluido), convencido de ser maltratado por los envidiosos de guardia, que solo ansían en realidad el puesto que ocupa. Desconfía de todo y de todos, como anotan los libros de historia: véanse los señalados casos de Napoleón o Calígula, ejemplos de cómo la política puede lindar con la paranoia.

Sin caer por supuesto en estos extremos, también la conducta de los últimos inquilinos del Palacete se puede observar según lo recogido en la literatura científica al respecto: cuando prende el miedo, ese miedo a discrepar que reaparece en La Rioja, el edificio institucional se tambalea. Ocurrió en el mandato de José Ignacio Ceniceros, de talante natural temeroso, paralizado cada vez que notaba a su alrededor menudear esa figura tan inquietante: los miembros del delfinato del PP que ya amargaron los últimos años de ejercicio de Pedro Sanz. De hecho, puede aceptarse que hoy gestiona a su partido bajo esa máxima: desconfiando de su entorno, donde habita esa clase de personajes que tienden a darle buenas razones para concluir que acierta cuando no se fía de nadie.

Segura de que una gestión de sus filas según el cuestionable estilo de sus antecesores alumbraba el germen del fracaso, Concha Andreu se alejó recién llegada al poder de semejante modelo. Implantó una amigable relación entre sus consejeros, alistado cada uno según itinerarios muy distintos, e invirtió tiempo y energía en los primeros meses de mandato a procurar que congeniaran. Organizó incluso un fin de semana de retiro más o menos espiritual en una casa rural de La Rioja Baja, donde se selló un vínculo entre sus consejeros que pareció confirmar el fin de aquellos años, cuando cada miembro del Consejo de Gobierno cumplía como primer mandamiento sospechar de sus pares. Y por cierto: solían acertar, como se demostró pasado el tiempo.

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La luna de miel del Gobierno de coalición duró poco. Sus integrantes sucumbieron a la tentación del cainismo y fueron llenando de razones a su jefa para convencerse de que haría bien en refugiarse en su Palacete, sitiado por esos enemigos fantasma que amenazan su trono. Andreu decidió soltar lastre con la esperanza de que la nave que comanda ganase altura, arriesgándose a perder contacto con la realidad circundante. Se desprendió de los sospechosos habituales, a quienes podía endosar la responsabilidad de cada tropiezo, pero a costa de quedarse ahora sin culpables, el tipo de equipaje que siempre viene bien en el séquito de todo gobernante. Hoy dirige, según sus propias explicaciones, un equipo más eficaz y más inteligente: debe deducirse por lo tanto que el anterior, donde militaban Cacho, Ocón, Santos y Rubio, no solo era más ineficiente, sino también más tontorrón. Es curioso: a todos los nombró ella misma.

Pero aquella era otra Andreu. Aunque la nueva tiene suerte, sobre todo si se animara a atender el consejo que le regaló el lunes, en su ronda de entrevistas, el representante del PP: que haga autocrítica. Según el modelo del actual PP, se supone, al que le ha debido ir muy bien, como se sabe, aplicándose ese mismo tratamiento autocrítico. Porque de lo contrario, si no siguiera esa sugerencia, Andreu sucumbiría al maléfico influjo del Palacete sitiado. Cuyos ocupantes se sienten acechados por invisibles enemigos sin reparar en que, como suele ocurrir en estos casos, ellos son siempre su peor enemigo.

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