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El pacto sellado entre PSOE y UP que debería facilitar mañana la investidura de Pedro Sánchez contiene por supuesto elementos controvertidos, propicios para ... el debate ideológico, pero completamente legítimos. Prevalece la normalidad de la democracia, a menudo tan extraña de ver que su aparición desconcierta a la opinión pública: un partido que, carente de mayoría absoluta en el Parlamento, se aviene a negociar con un socio situado en su (más o menos) mismo rango doctrinal y alcanza tras una negociación una serie de coincidencias que configuran un programa común será una rareza en la historia reciente de España (el último Gobierno de coalición se remonta a la II República) pero no lo es desde luego en el entorno europeo. La alianza entre Sánchez y Pablo Iglesias podrá molestar a quienes, en la otra punta del arco legislativo, confiaban en que fracasaran las conversaciones por el entendible hecho de que semejante fiasco revitalizaría su propia estrategia, pero resulta razonable para quien ausculte el corazón de la principal fuerza firmante, la socialista. «Nuestras bases se movilizan si ven que gobernamos dando prioridad a la agenda social», reflexionaba este otoño un dirigente socialista riojano. Y esa base incluso puede ampliarse, confesaba, si desde el banco azul se impulsan medidas como las contenidas en el pacto con Unidas Podemos: alza de impuestos a los cotizantes más adinerados, contención en el mercado del alquiler, subida del SMI...
Lo preocupante en realidad del acuerdo entre las dos fuerzas de izquierda no es tanto quiénes lo firman o su contenido. Lo que inquieta a amplias capas de la ciudadanía es la identidad de los partidos que, sin poner su firma al pie del documento, son en realidad los garantes de que ese acuerdo cristalice. Fuerzas secesionistas cuyo horizonte ideal se sustancia en la anulación del Reino de España en su actual fisonomía. Partidos cuyo objetivo confeso pasa por dinamitar el entendimiento entre los ciudadanos que componen los distintos territorios españoles. Dirigentes cuya carrera política lo debe todo a la voluntad declarada de romper el Estado en 17 pedazos. Mejor dicho: en un Estado que privilegie a alguno de esos 17 trozos y edifique un país con unos ciudadanos de primera y otros de segunda.
El acuerdo entre PSOE y UP podrá intranquilizar a quienes no profesen ningún amor hacia esa parcela ideológica pero el sellado entre el PSOE y el PNV atenta contra la configuración de España como un Estado moderno, donde la igualdad entre sus nacionales sea la base de la convivencia compartida, como también lo hace el análogo papel sellado entre PSOE y ERC. De repente, los españoles dejamos de ser iguales ante la ley. Una mala manera de entrar en el nuevo año, que tiene algo de peligroso presagio.
Los años 20 del siglo XX quedaron anclados a la posteridad como sinónimo de vida atolondrada, superficial y disipada. Una década durante la cual el mundo se volvió no sólo feliz, lo cual siempre es deseable, sino también algo loco. Demasiado loco. De los felices 20 a los locos 20 medió un pequeño paso, un pequeño paso de baile: el vertiginoso charlestón, que simbolizaba con su descoyuntada coreografía ese momento en que una sociedad pierde el control de sí misma. Tenía sentido porque nuestros abuelos venían de los temibles años de la Primera Guerra Mundial, tan horrenda como la Segunda: la que llegó en la década siguiente, los años 30, preludiada por el fúnebre crash bursátil de 1929. Cuando una civilización entera decidió despeñarse. La noche de los tiempos.
El augurio es tan sombrío que difícilmente se repetirá. España está bien provista de profetas de la catástrofe, que viven alborozados pregonando ese apocalipsis que jamás llega, cuyas advertencias suenan a menudo huecas de tanto repetirse. Pero incluso los ánimos más templados sentirán algún escalofrío leyendo los apartados del documento que garantiza el apoyo de ERC (partido que apenas atrapó 900.00 votos en noviembre y se lleva de regalo que el Estado convoque una consulta sólo para catalanes, nada menos) a la investidura de Sánchez. O esos párrafos del escrito sellado con el PNV, como el número cuatro («Impulsar las reformas necesarias para adecuar la estructura del Estado al reconocimiento de las identidades territoriales») o el 9: «Acordar previamente las medidas fiscales que el Gobierno quiera proponer a las Cortes». Material combustible, muy grato para los denunciantes del eterno agravio comparativo. Que ven en ese documento la coartada perfecta para legitimar las sospechas según las cuales los años 20 de este siglo serán en efecto muy felices para un selecto y paradójico club de españoles: los que sólo se sienten vascos o catalanes.
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