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Luis Cacho fue el fichaje más heterodoxo del muy heterodoxo equipo que eligió Concha Andreu para acompañarle en el Palacete. Por su origen (miembro de la aristocracia empresarial de La Rioja) y por su equipaje ideológico (desconocido: hasta el día en que tomó posesión como ... consejero de Educación había evitado alinearse en el ámbito político). Le distinguían un par de atributos muy particulares que le hacían sin embargo idóneo para el cargo a ojos de quien lo eligió: porque resulta difícil encontrar a alguien en toda la región para quien el mundo educativo como potencia transformadora de la sociedad tenga más importancia y porque, con la economía resuelta, llegaba libre de peajes a La Bene. Basta por otro lado un rato de charla con él para comprobar que Cacho es alguien que cree de verdad en lo que dice (la trascendencia de educar en valores, más allá de cuanto dicte el programa curricular) y que lo defiende con una vehemencia carente de mano izquierda, un perfil ajeno al prototipo del político de turno. Huérfano del sentido de la diplomacia, tanto él como su jefa verían en esa debilidad una fortaleza. Lo que precisaba La Rioja: alguien dispuesto a poner la educación en el centro del debate público. Alguien sin ataduras.
Cacho accedió a su puesto con un equipo integrado en su mayoría por quienes ya formaban parte de su grupo de colaboradores en la empresa privada. Lo cual elimina factores de riesgo pero también contribuye a aumentarlos: inimaginable encontrar entre ellos a quien vaya a llevarle la contraria a quien fue su jefe y quien lo será cuando acabe su tránsito por la Administración. No fue su único error. En su debe añade permitir que la diputada Henar Moreno vaya marcando su agenda, aunque se puede disculpar esa anomalía por las servidumbres del pacto de Gobierno que obligan a todos los consejeros. Menos entendible resulta que en mitad de la crisis programara un regreso a las aulas según un calendario que tuvo que guardar en un cajón luego de un hito extraordinario: poner en su contra a todos los sindicatos docentes. Sonaron las alarmas en Martínez Zaporta y Cacho inclinó la rodilla, aunque a cambio no obtuvo del PSOE demasiado apoyo en el otro gran frente abierto: la modificación de las ratios escolares para el curso que se avecina, interpretado como un respaldo más ostensible a la red pública. Nueva equivocación del consejero, la más grave: negar que se trate de una medida ideológica. Cuando sí lo es. Porque siempre debería serlo. Porque en la toma de decisiones de su cartera deben pesar los factores pedagógicos, pero sin olvidarse jamás de hacer política. De la buena.
La ideología, fuente de tantos males contemporáneos, ejerce como motor del avance social. A ella se deben unas cuantas conquistas de las que disfruta hoy el conjunto de los contribuyentes. Sobre ideología se debate en las campañas electorales y con una determinada carga ideológica se elaboran los programas con que concurren los partidos. La misma ideología que ejecuta luego quien triunfa en las urnas. Es perfectamente legítimo que cuanto votaron los riojanos hace un año impulse ahora las políticas seguidas en todos los estratos de la Administración. También en la educativa. Lo contrario sería estafar al votante. Una estafa muy habitual y arriesgada: encierra cierto peligro que cuanto se anuncia en campaña se integre a continuación en el rincón de las promesas incumplidas. Con una política educativa caracterizada por un determinado sesgo ideológico ganó el PSOE en mayo del 2019, la misma política que está obligado a promover en virtud de la palabra dada. Nadie debería escandalizarse. Y Cacho debería ser el primero en defenderla. Porque son decisiones avaladas por una amplia mayoría parlamentaria, que también es social.
Son, por otro lado, las mismas medidas que durante 24 años se implantaron en La Rioja durante el mandato del PP. Iguales, pero distintas. También entonces hubo ideología a mansalva en el Palacete, como manda la lógica. Que la ideología impulsaba entonces la acción del Gobierno se notó en que las calles se poblaban de camisetas verdes en cuanto el consejero de turno desairaba a la red pública, donde se tendía a pensar que el equilibrio con la concertada se rompía a favor de esta última. Hubo protestas como las hay ahora, aunque en sentido opuesto. En realidad, tampoco son una novedad reciente: una de las manifestaciones más masivas que se recuerdan en Logroño se promovió en 1992, cuando gobernaba también el PSOE, protagonizada por la red privada (entonces llamada así). Críticas injustas según los socialistas, quejosos porque fueron los gobiernos de Felipe González los que llenaron España de conciertos, cuando la medida tenía más sentido. Lo cual no evitó todos aquellos dardos, tan parecidos a los de hoy.
La historia es pendular, pero alguna lección debería proporcionar. La polémica a cuenta de la ratio ejerce como el tipo de árbol muy frondoso que impide atisbar un debate de fondo. Qué tipo de formación reclaman los ciudadanos del futuro, cómo convertirlos en personas más preparadas. Qué colegio elijan sus familias no tiene tanta importancia como impulsar una reflexión general sobre cuestiones que sin embargo apenas aparecen en la discusión. El actual programa de asignaturas, con las Humanidades arrinconadas, ¿no admite mejoras? ¿No debería convivir el aprendizaje de competencias digitales con el tipo de habilidades (la lectura, por ejemplo) propias de un buen bagaje formativo? ¿Hiperproteger al alumno le parece buena idea al consejero? ¿Equiparar significa igualar por abajo? ¿No resultaría enriquecedor distribuir al colectivo extranjero por todas las aulas según criterios más equilibrados, incluyendo al alumnado más vulnerable o en trance de exclusión?
Responder a esas preguntas requiere un esfuerzo superior al derivado de alterar la ratio o cumplir de tapadillo, sin gran convicción, el programa de Gobierno. Porque hace falta valor, lo cual exige un requisito previo: distinguir entre valentía y temeridad. La encrucijada donde se sitúa Cacho: elegir por qué puerta prefiere pasar a la historia. La grande o la pequeña.
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