'El odio', obra de Pietro Pajetta. MUSEO DEL CENEDESE

El factor R

«Y así era todo / eternamente simple / hasta que el odio entró por la ventana» | PABLO NERUDA ('SONETO LXII')

Jorge Alacid

Logroño

Domingo, 20 de diciembre 2020, 08:28

En la literatura científica, se denomina factor R (también conocido como factor Ro) el potencial de propagación que tiene un virus, un neoconcepto puesto tristemente de moda por la pandemia en curso. Es decir, siguiendo la lógica que anima esta idea: si el número de ... reproducción es mayor que 1, cada persona infectada transmite la enfermedad, al menos, a una persona más y, en consecuencia, el virus se propaga; por el contrario, si el número de reproducción es menor que 1, se infectan cada vez menos personas y cae el número de contagios. Por lo tanto, para contener la propagación de un virus, su número de reproducción debe ser inferior a 1, como bien sabe por el hospital San Pedro el personal capitaneado por la ubicua Sara Alba, a la sazón consejera de Salud y portavoz del Gobierno riojano.

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Algo debe saber también Alba de otra variable del llamado factor R, aplicada al ámbito político. Se trata de una derivada desde el universo sanitario según la cual en el ánimo del votante prevalece, antes que una afinidad incondicional con determinadas siglas y liderazgos, una propensión a decantarse por ciertas papeletas donde se deposite de manera espontánea un valor en alza del ecosistema político: la ira. El odio hacia el otro, con erre de rival. Un arrebato emocional, que conduce a quien lo padece a elegir a un candidato no tanto por la adhesión que merezca al potencial elector sino por su envés: la animosidad que despiertan sus adversarios. Sirva este ejemplo: un seguidor del PSOE se resignará a apoyar a Pedro Sánchez recurriendo a unas pinzas para taparse la nariz, presionando más fuerte cada día que pasa, pero ante la hipótesis de ver a Pablo Casado en Moncloa... Puntos suspensivos. Los mismos que ayudan a entender el caso opuesto: nada moviliza con más intensidad al simpatizante del PP, el que hace un rato coqueteaba con Ciudadanos o se dejaba seducir por Vox, que la idea de desalojar a Sánchez del banco azul... aunque en privado confiese que el actual jefe de Génova emociona lo justo.

Pero ese es un odio contenido. Frío, escandinavo. Por el contrario, cuando calibra la intensidad del factor R en la arena política todo medidor tiende a enloquecer en aquellos supuestos donde la rivalidad no se registra entre siglas opuestas. El clímax se alcanza si la esgrima ideológica (o las rencillas personales) enfrenta a los queridos enemigos que comparten el carné del mismo partido. Entonces el factor R precipita a quienes lo sufren hacia el abismo. Porque se trata de una rivalidad que les atonta por completo. Extrae lo peor de cada cual, mientras afloran las miserias humanas más aberrantes, con un grado de inquina que sorprenderá a los espectadores de semejante pugilato poco duchos en las particularidades de la política española. Se trata de una enfermedad contagiosa, porque prende entre los partidos de toda la vida, afecta a los recién llegados y se detecta incluso en esas formaciones donde el mando se ejerce de manera más autoritaria y la diferencia de criterio se entiende como pura disidencia: el legado de Stalin, su manera de entender la política (Gulag mental incluido), goza de buena salud.

Obsérvese el caso de La Rioja. La desafección reinante entre el PSOE, imposible de comprender desde un punto de vista racional puesto que ocurre cuando mejor funcionaba, continúa lastrando el proyecto gubernamental que pilota Concha Andreu. El factor R es aquí factor Ro, porque se debe añadir la o de odio, la palabra temible que ayuda a interpretar la división imperante en unas filas que venían de protagonizar un año de un éxito electoral sin precedentes, enterrado en apenas unos meses: los que tardaron sus actores principales en imitar la conducta de quienes les precedieron, aquellos dirigentes del PP a quienes detestan pero con un nivel inferior de aversión que el empleado para dirigir a los compañeros de partido. Hablando del PP, por cierto, puede concluirse otro tanto: sus mandatarios siguen encerrados en su laberinto, muy rico en bilis. Y no encuentran la brújula que les guíe, acorralados emocionalmente en esa bodega logroñesa donde se decidió el primer capítulo de la fallida sucesión de Pedro Sanz y sin haber digerido aún el desgaste que supuso el congreso de Riojafórum. Con sobredosis de factor Ro.

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Hoy, el PP vaga por la oposición conteniendo el aliento, a la espera de activar su particular factor R: sus rivales de la coalición gubernamental parecen empecinados en cometer una larga cuerda de errores, con tanta contumacia, que por Duquesa de la Victoria concluyen que el poder volverá a sus manos sin necesidad de mejorar su desempeño, sólo por efecto de la ley de gravedad. Sin necesidad de presentar a la sociedad riojana un proyecto que ilusione como en algún momento ilusionó el que encabezaba Andreu. Lo cual es una mala noticia: a un Gobierno en combustión le fiscaliza un partido, el principal de la oposición, que ha vivido mejores días, que carece de un liderazgo sólido y de relevo generacional. Cuya cúpula sufre para sintonizar con los nuevos movimientos sociales. Donde los cuchillos ya no vuelan: sólo permanecen enfundados a la espera de que vuelvan a silbar con toda su crudeza.

Ocurre que, desde una mentalidad judeocristiana, el odio opera como un elemento paralizante. Sirve para el desgaste de quien lo padece y como combustible para perturbar al destinatario de su veneno. Sin embargo, en las sociedades donde arraigó la religión protestante el odio se transforma (junto a la codicia y la envidia) en factor de prosperidad. En esas culturas, aborrecer al otro inocula la idea de animarse a superar al adversario, la estrategia donde tal vez se inspira el Palacete. Así que hará bien el PP en no confiarse, igual que deberían desconfiar los rivales internos de Andreu: los euros que, gracias al maná europeo, derramará el Presupuesto de La Rioja serán el auténtico factor R del día de mañana. R de reelección.

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