«Cosas de la vida», recuerda Felipe Royo, miembro de la familia fundadora del Buenos Aires, que ayer entonó su último tango. Porque resulta que, también por razones familiares, la clausura de la popular casa de comidas logroñesa que deja a sus incondicionales medio huérfanos ... le sorprende precisamente en Buenos Aires... A una distancia oceánica del negocio «que durante tantos años ha sido mi casa», reflexiona por correo electrónico. Al otro lado de la pantalla, es posible que derrame alguna lagrimita. O la contenga.
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Porque ocurre que Felipe, quien servirá en este artículo como hilo conductor de la legendaria historia del restaurante que pone fin a más de 80 años de actividad, confiesa que ha pasado media vida «entre las calles Laurel y Bretón de los Herreros, donde se desarrolló toda mi infancia». El Buenos Aires contaba con acceso a ambas calles, lo cual explica que Royo atesore «recuerdos imborrables». Por ejemplo, «de las cuadrillas que entonces chiquiteaban, los almuerzos con los comerciantes del Mercado de Abastos como protagonistas, las gambas a la plancha, las tortillas de patata, las salchichas de Galilea, la merluza rebozada, el vino de Tudelilla» y un interminable etcétera. Que le llevan a recordar a su propio padre, «que falleció tan prematuramente», descargando las cubas de Rioja «y sulfatándolas cada vez que venía la cisterna, que no sé cómo hacía para entrar por la estrecha Laurel». «De ahí al garrafón y luego a las botellas y así día tras día», agrega.
¿Más recuerdos? En efecto, alguno queda: la venerable pizarra con los resultados del Logroñés, «que tenía su sede justo enfrente», o los descansos del Bretón «y las cenas de artistas que pasaban al restaurante por la cercanía entre función y función, con mis abuelos, mis tíos o mis primos... Muchos recuerdos», resume, «de mi infancia y mi juventud». Que son la infancia y la juventud de toda una generación de logroñeses que ya peinan alguna cana, con quien seguro que compartirá imágenes comunes, en blanco y negro todavía. Como aquella mesa «donde Román Galarraga, el mítico entrenador blanquirrojo, se tomaba su porroncito de vino en tertulia vespertina, la ventanita que daba a Laurel o las comidas en la calle cuando llegaba San Mateo».
Desde el genuino Buenos Aires, la querida capital argentina, la moviola de Felipe rebobina otro arsenal de imágenes, ya más recientes. Como el traslado a República Argentina, «donde mi cuñado José Mari y mi hermana Pitu han seguido, con éxito y mucho trabajo, la tradición familiar». Y puesto que el amigo Soroa, que hoy se corta con su esposa la imaginaria coleta, fue un as del balón (también en blanco y negro, ojo) no sorprenderá saber que su local ejerció como una suerte de sede oficiosa del Logroñés de su edad más gloriosa. «Sentimos como nuestras las vivencias de los Lopetegui, Vergara, Rosagro, Aragón, Maqueda o Vílchez, que eran asiduos y comían a diario e incluso algunas Navidades, cuando no había vacaciones», subraya Felipe.
Y ahora sí. Ya no hay duda: uno se lo imagina tecleando este chorro de melancolía a orillas del Río de la Plata y alguna lágrima seguro que va cayendo. «Son muchas emociones que desde tan lejos se sienten más si cabe», admite. «Llega la hora del merecido descanso y sólo me queda desear lo mejor a todos». Capítulo que incluye a familiares, amigos y clientes. Que también lloran hoy un poco.
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