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En una de sus frases más olvidadas, Felipe González analizó un día, al borde del desencanto, la particular personalidad del socialismo español que entonces ... pilotaba, aludiendo a «ese alma ácrata» que distingue desde Pablo Iglesias a las siglas que hoy dirige Pedro Sánchez. La tendencia a la entronización del individualismo, el hiperliderazgo del yo, ha solido lastimar la proyección de los socialistas, aunque más o menos se las han apañado para, mientras silban los puñales, gobernar España durante unas cuantas décadas. En total, más de 25 años, una larga etapa durante la cual, sin embargo, sus hermanos riojanos han penado por el desierto de la oposición. Desde 1982 no ganan unas elecciones generales en La Rioja. Un mejorable desempeño en el cual algo tendrá que ver esa pulsión al anarquismo, entendido como la entronización del ego en perjuicio de un proyecto colectivo.
Porque, desde luego, los veteranos de la información en La Rioja no recuerdan otra cosa que un PSOE dividido. En ese cisma permanente debe reconocerse que sus protagonistas viven más bien a gusto, aunque en algunas coyunturas (vísperas electorales) se agudiza la propensión al disenso y vuelven a menudear las zancadillas. Ni siquiera la posibilidad de acariciar el poder mengua la tendencia cainita de un partido donde más que facciones, como bien apunta un veterano de sus fogones, debe hablarse de ambiciones personales nunca satisfechas y siempre ninguneadas por un aparato que se comporta como todos: en la mejor versión del estalinismo, al disidente ni agua. Todo lo que no sea un apoyo entusiasta al líder se juzga sospechoso, de modo que por el camino se van reuniendo quienes antes no se soportaban y ahora se alían para, al menos, tocar un poco las narices al jefe. Todo muy español.
Es lo que acaba de suceder. Por primera vez en mucho tiempo, los antiguos adversarios encontraron alguien a quien detestar con mayor entusiasmo y, de nuevo por primera vez, decidieron organizarse. Con éxito. Así se explica la votación mayoritariamente en contra que fueron recibiendo Francisco Ocón y sus leales en las elecciones internas, unos resultados que sólo conducían a la melancolía de quienes pensaron que echaban un pulso a la dirección y en realidad sólo estaban escribiendo otro capítulo de la pequeña historia del socialismo riojano en pretérito imperfecto. Porque es una historia que vuelve continuamente al punto de partida, esa idea de eterno retorno a la división rampante muy propia de sus siglas, que tanto ha amputado sus opciones de ser alternativa de Gobierno en La Rioja durante un cuarto de siglo.
La fallida estrategia de los críticos tenía su lógica, vista la frialdad que se les reserva por Martínez Zaporta. Pero venía lastrada por un pecado original: sumar al proyecto a todos quienes tuvieran en común sólo su desdén hacia la dirección, lo cual garantizaba lo ocurrido en Riojaforum. La derrota. O la victoria del aparato, en medio de una contestación interna menos visible ayer en las urnas que en las redes sociales. A Ocón se le podrá reprochar falta de cintura o exceso de celo en la implantación de la disciplina interna, evitando sin disimulo integrar a quienes no le respaldaron en la sucesión de César Luena, pero incluso los más críticos con el diputado hoy en retirada le reconocerán algún sentido superior de grandeza al habitual en la estirpe de políticos: al menos, ha sabido irse de donde estaba sin hacer mucho ruido. Lo contrario de lo ocurrido en el PP riojano.
Y su adiós ofrece otra lección. La oportunidad de una nueva reinvención para un partido siempre proclive a resucitar, ignorante de que cada cisma interno equivale a dañar su identidad. Un mal que al PSOE le parecerá menor cuando se avecinan las elecciones, pero que le deja desnudo cuando arrecia el temporal y aflora su alma ácrata. Porque el imperio del personalismo supone el ocaso de la ideología y el triunfo de la nostalgia, resumida en la frase de otro veterano: «Aún me acuerdo de cuando Felipe nos parecía de izquierdas».
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