La eterna lucha contra el dolor
Malestar crónico ·
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Malestar crónico ·
Dos riojanos y un asturiano afincado en Logroño describen cómo esta enfermedad invisible les causa numerosas limitaciones sociales y laborales en su día a díaExiste una señal de alarma que advierte al organismo de que hay algo que no está funcionando bien en nuestro cuerpo. Se trata del dolor agudo, que según los profesionales sanitarios remite en cuanto desaparece la lesión que lo origina. El problema es que hay ocasiones –afecta a una de cada seis personas, según los datos de la Sociedad Española del Dolor– en las que este trastorno se prolonga durante más de tres meses en el tiempo y no se aplaca ni con medicamentos, causando un efecto devastador en la calidad de vida de quienes lo sufren, así como en su esfera emocional, familiar y laboral.
Este es el caso de Marcos Jiménez –de 48 años y origen asturiano, aunque afincado en Logroño desde 2021–, que empezó hace casi seis años su relación con el dolor. Todo comenzó tras someterse a una operación de hernia discal en Zaragoza que, lejos de aliviarle, le provocó numerosos ingresos hospitalarios. «Me pusieron tres tornillos y una chapa. Pasado poco más de un mes, me dieron el alta y salí cojeando algo, pero me dijeron que era normal».
Nadie sabía a qué se debía. «Estuve venga a entrar y salir del hospital y los médicos no comprendían el porqué». Una situación de angustia e incertidumbre que se prolongó durante cuatro años. «En el trabajo me dieron la baja. Pensé que me curaría al operarme de la hernia, que podría volver en menos de un año y que podría ser el encargado del bar que estaba montando, pero no fue así», lamenta. Su dolor no se aliviaba y su situación económica empezó a resentirse, ya que durante ese tiempo «no cobré nada ni recibí ayuda».
Por ello, se vio obligado a adentrarse en una batalla en los tribunales: «Denuncié a los médicos dos veces y me contestaron que lo habían hecho todo bien, a pesar de que seguía con dolores. Les mandé todos mis informes, y el diagnóstico fue que no podía estar ni mucho tiempo de pie ni mucho tiempo sentado, por lo que me indemnizaron con una pensión de 600 euros».
En diciembre pasado pasó a recibir tratamiento en la Unidad del Dolor del San Pedro, donde le pusieron un neuroestimulador, «una batería que me manda impulsos para gestionar el dolor y que me permite llegar a andar sin bastón». Pero no aplaca su sufrimiento. «Los médicos no son capaces de regularlo del todo. Aparte de las pastillas que tomo, que me las han rebajado de quince a siete, me han diagnosticado hipersensibilidad, por lo que los dolores los voy llevando», reconoce Jiménez, que asegura que «unos días parece que estoy bien y otros muy mal».
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A todo esto se suma el impacto psicológico derivado de su lucha contra la Administración. «Presenté los papeles en el INAEM (Instituto Aragonés de Empleo) para que me reconociesen el grado de discapacidad, pero aún no sé nada. Lo que quiero es poder trabajar, pero hasta que no me reconozcan el grado de discapacidad, a ver dónde me contratan para media jornada, porque habrá días que esté bien y otros en los que tenga muchos dolores».
Su caso no es el único, ya que tan solo forma parte de una larga lista de riojanos –130.000, según la última Encuesta Europea de Salud en España, elaborada por el Instituto Nacional de Estadística (INE)– que padecen algún tipo de dolor crónico, siendo las mujeres las más afectadas. Como Mercedes Pérez, de 48 años, que en 2013 empezó su andadura por los diferentes especialistas para averiguar el origen del dolor permanente que padecía en el lazo izquierdo del trapecio, «que no justificaba ninguna prueba de traumatología y que tampoco aliviaba la fisioterapia». Un malestar que fue a peor y que «se terminó extendiendo a las articulaciones e igualándose el lado derecho del cuerpo al izquierdo», recuerda.
Tardaron cuatro años en dar con la afección que le cambiaría la vida. «Mi especialista en medicina interna me dijo que posiblemente sería fibromialgia, pero no quería creerlo porque cada vez me encontraba peor», explica. Le costó aceptar el diagnóstico, pero «poder ponerle nombre a lo que nos pasa es el primer paso para gestionarlo y que los demás entiendan que es una realidad limitante».
Pasó unos años «horribles», en los que «muchos días no podía llevar el trabajo, la familia o mi salud mental, porque para la hora de comer ya estaba agotada física y psicológicamente. Parecía que mi vida se había acabado demasiado pronto, con tanto por hacer aún», lamenta. Pero «por fin un reumatólogo privado me recetó una medicación mínima para reducir la depresión, la fatiga mental y física, el nivel de dolor a tolerable y las duraciones de las crisis». Un largo proceso en el que solo recurrió a los analgésicos para reducir la intensidad de su dolor y afrontar las crisis, «que no sabes por qué vienen ni cuánto tiempo durarán», y en el que aprendió herramientas de 'mindfulness', autocompasión y gestión emocional para afrontar las peores rachas.
Marcos Jiménez | Con dolor crónico desde 2016
Porque lo más importante, según la también presidenta de la asociación Fibrorioja, es la actitud para afrontar cualquier adversidad. «Los recursos están; solo hace falta dar el paso y comprometerte con crear tu propia salud», asegura. En este sentido, una personalidad extrovertida y una buena gestión emocional se erigen como principales herramientas para manejar la enfermedad. «Gran parte de nuestro dolor viene de nuestra alta sensibilidad y de nuestra gestión emocional, que se materializa en dolor físico, realimentándose así el daño psicológico con el físico», advierte.
El problema es que a la hora de afrontar este trastorno crónico –calificado por la OMS como enfermedad desde 2007– también influye la incomprensión por parte del entorno, sobre todo del ámbito laboral. «Debería existir un reconocimiento institucional de la cronicidad de la enfermedad y que fuera valorado en los baremos de discapacidad o de incapacidad laboral», expone Pérez, mientras denuncia que en el ámbito sanitario «me he encontrado con médicos que no creían en la fibromialgia y que me mandaron al psiquiatra para que me inflara a antidepresivos y ansiolíticos».
Mercedes Pérez | Padece fibromialgia
El caso de Raúl Adán no es extremo, pero sí limitante. Este joven riojano de 25 años sufre desde hace un año fuertes dolores por la zona lumbar, el glúteo y la pierna que le impiden desempeñar su rutina con normalidad. «La hernia que tengo me pinza un nervio y me genera una ciática que me baja por toda la pierna. Me duele al andar, también al estar mucho tiempo sentado y tampoco puedo hacer deporte, tengo que tener mucho cuidado», explica.
Su agonía comenzó en medio de un entrenamiento de 'crossfit', que le derivó en una lumbalgia de la que solo le quedó un dolor en el glúteo al que no le dio mucha importancia. «Seguí entrenando, pero fue empeorando y cada vez me dolía más. En diciembre (el dolor) me pegó súper fuerte, no podía andar ni levantar la espalda, estuve súper mal», relata. Su pesadilla se agravó todavía más tras la inactividad y «pasividad» del sistema sanitario riojano: «Lo estoy pasando bastante mal. Me siento bastante abandonado por parte de la Seguridad Social porque llamas para que te vean, porque estás sufriendo muchísimo en casa, y no te hacen ni caso». Lo mismo sucede en Urgencias, donde «te despachan, te ponen el primer tratamiento de pastillas y te mandan para casa». «Tuve que ir como tres veces para que me diesen algo efectivo», denuncia.
Raúl Adán | Dolor en el glúteo y en la pierna
Una angustia por no recibir ninguna asistencia acorde a su trastorno que se agravó todavía más en diciembre ante la larga lista de espera de la Unidad del Dolor del Hospital San Pedro. «Es horrible, tardan mucho tiempo en atenderte. De hecho, tuve que recurrir a un seguro privado para que me infiltraran porque no me podía levantar de la cama. Estuve más de tres meses esperando a que me llamaran, tienen un colapso de la leche», manifiesta enfadado.
Ahora, tras tres infiltraciones en la espalda y varios corticoides para tratar de paliar los dolores, sigue requiriendo de la ayuda de la Unidad del Dolor riojana. «Siempre tengo un dolor de fondo que no se termina de ir, ni aunque tome analgésicos, porque hay días que me molesta bastante», lamenta. Desde entonces, el impacto en su calidad de vida y social ha sido inmenso. «Es bastante duro porque no puedo hacer la vida que llevamos a mi edad. No puedo hacer lo que hacen mis amigos, no puedo ir a bailar, tampoco a dar paseos muy largos... estoy muy limitado», concluye con la esperanza de que un día, al fin, pueda recobrar la normalidad.
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