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En la quinta planta del desaparecido Hospital San Millán no había intimidad. Las habitaciones eran compartidas por tres pacientes y en el extremo de cada cama colgaba una tablilla de madera que indicaba la gravedad del enfermo y los médicos chequeaban en cada visita. Si ... el folio incluía una pegatina roja, cualquiera que pasara por allí no necesitaban saber más: el dueño de aquel diagnóstico tenía sida. Acababan de arrancar los años 90 en La Rioja y el área de Medicina Interna estaba copada por infectados por VIH, un virus del que se sabía poco y ante el cual la medicación resultaba aún limitadísima. La única certeza era que los afectados provenían mayoritariamente de entornos marginales, su deterioro era galopante y la esperanza de vida, minúscula. «El gran error entonces consistió en hablar de grupos de riesgo, especialmente homosexuales, drogadictos y prostitutas, y aquello marcó una discriminación brutal», recuerda Javier Pinilla, uno de los facultativos de aquella quinta planta de Medicina Interna que junto a Pablo Labarga y Francisco Antón detectaron que el problema trascendía la atención sanitaria de los enfermos y exigía mucho más. Una percepción compartida con otros compañeros como Pilar Criado, que desde su puesto en Radiología y encuadrada en el grupo de 'Profesionales sanitarios cristianos' recuerda la amarga sensación de ver cómo los pacientes eran bajados en camilla a su sección con el rostro demacrado y el punto rojo que los señalaba. Y no sólo por parte de la sociedad riojana, sino de buena parte del personal sanitario que recelaba también de un posible contagio. «El desconocimiento era tal, que hubo hasta quien propuso que se les facilitara un kit para hacerse ellos mismos las endoscopias y evitar así tocarlos», revelan.
El fruto de aquella inquietud fue la creación de la Comisión Anti Sida de La Rioja que tomó forma en 1992 después de contrastar experiencias similares que ya operaban en ciudades como Lérida y Vitoria. «La idea era complementar lo que se hacía a nivel hospitalario, ofrecerles el apoyo social que nadie les prestaba», recuerda la primera presidenta de la entidad que tuvo su hito inaugural en la adecuación de un piso cedido por Cáritas en la calle Doce Ligero. Allí se aglutinaron los primeros programas de la Comisión. Desde un teléfono de atención constante a grupos de autoayuda, charlas formativas, acompañamiento de los enfermos y recogida y administración de una medicación que se dispensaba en el hospital y exigía una rigurosa administración. «Una atención integral», resume su sucesor en el cargo, Francisco Antón, rememorando aquellos «cuadros devastadores en los que a las necesidades sanitarias se sumaba un tremendo déficit social». Una asistencia completa que al poco tiempo incluyó también un piso de acogida en la calle Duquesa de la Victoria en el que muchos encontraron el hogar del que carecían. «Había quien literalmente no tenía una casa donde caerse muerto y nosotros se la aportamos», apunta Criado antes de detenerse en otra de las iniciativas que implementó la Comisión para responder a las urgencias que se suscitaban: un espacio en la calle Travesía de Palacio de Logroño para el intercambio de material preventivo -«hablar de jeringuillas y preservativos no era políticamente correcto», coinciden- con servicio también de ducha, lavandería y hasta un café caliente y algo de comer para quien lo requiriese.
Mientras la atención a los seropositivos de La Rioja no cesaba, en paralelo avanzaba la investigación científica que tuvo el punto de inflexión a mediados de los 90 con la aparición de las nuevas familias de fármacos antirretrovirales que simplificaron el tratamiento y cronificaron la enfermedad. «El escenario ha cambiado radicalmente», concluye Pinilla en vista de una evolución que, sin embargo, «mantiene la estigmatización de los afectados».
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