La España de las pancartas
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«No quiero la ciudad / hecha de sueños grises» | Luis CernudaEra la Argentina del 'corralito', los cartoneros (un Ejército nocturno, cuyas invisibles tropas recogían de las esquinas de Buenos Aires los cartones acumulados durante el día, para su posterior venta a cambio de casi nada) y el peronismo eterno, esa desdicha que no tiene ... fin. Era también la Argentina de las protestas perennes, como bien reflejaba su capital. En las plazas más céntricas, con especial predilección por el entorno del Obelisco, a cualquier hora podía tropezar el visitante con alguien protestando por algo. Ese alguien, como los cartoneros, era casi invisible. Había incorporado sus quejas a la rutina diaria de manera que nadie las escuchaba, nadie leía sus pancartas ni se enteraba de la razón de sus reivindicaciones. Eran pocos pero ruidosos y a pesar de ello no existían. Los daban por descontados. Pancarteros profesionales que un día protestaban por esto y otro día por su contrario. Las legítimas demandas ciudadanas, que deberían servir siempre como desencadenante de una mejora en las prestaciones de sus gobernantes, se convierten en humo si se integran en la agenda.
La tentación de echarse a la calle anima a la ciudadanía en todo momento de la Historia y representa un axioma esencial para procurar una convivencia más justa. También puede transformar a quienes las protagonizan en rehenes de oscuros intereses, lo cual bastaría para coger con pinzas algunas protestas que, so pretexto de ofrecer voz a los damnificados de algún colectivo, en realidad sólo contribuyen a beneficiar a quienes los pastorean. Suele ocurrir por otro lado que los protestantes de ayer sean los gobernantes de hoy, coyuntura durante la cual aflora lo peor del alma humana e invita a leer con sano escepticismo ciertas pancartas cuyos mensajes están destinados a que se los lleve el viento en cuanto sus redactores se suban al coche oficial. Y anima a interpretar con distancia terapéutica esta reciente temporada de manifestaciones a la española. Los agricultores se echaron a la calle en Logroño hace unos días, luego les imitaron sus colegas de media España, este fin de semana fue el turno de los autónomos y León capital, junto a otras poblaciones de la provincia, acogió masivas movilizaciones reclamando lo básico, lo que hermana a unas y otras protestas: que les escuchen.
Todos ellos, los manifestantes de tan variado signo, llevan razón. O tal vez sólo ocurre que se la damos. Porque tendemos a solidarizarnos con quienes, hartos de injusticias de toda laya, no aguantan más y enarbolan su pancarta, como esos bonaerenses cuyos lamentos no se entendían pero que seguramente también llevaban razón. En el caso de las protestas del pasado fin de semana, pudiera ser que concurriese un factor desconcertante: que la protagonizara un agricultor, a la vez autónomo y leonés. Triple motivo para su descontento. Que es en realidad compartido: nosotros somos ellos. O al revés, donde reside la moraleja de esta recién nacida saga de pancarteros: ellos son como nosotros. Los de la acera. Los que mañana rellenemos nuestra propia pancarta.
Veamos el caso de León. Ciudad con profundas analogías con Logroño, que pudiera servir como modelo o como pista. Sergio Tomé, profesor de la Universidad de Oviedo, acaba de comparar a la capital leonesa en un estudio reciente con la declinante Detroit, emparentadas bajo una etiqueta común e inquietante: ciudades menguantes. Se ampara Tomé en una temible serie de datos, como que la edad media de los leoneses es de 49 años, los mayores de 65 suponen ya la cuarta parte de la población y el grupo de edad dominante ronda los 60. La población activa ha caído al 50%, su Universidad ha perdido en lo que va de siglo un tercio de sus alumnos, sólo diez empresas pasan de los 200 trabajadores, la ciudad se ha llenado de casas vacías, sobre todo en el centro y en su parte antigua... Y que de los 200.000 vecinos previstos en los años 90 como meta para el 2020, cuando tenía 147.000, se ha pasado a los 124.000 de que dispone hoy. La tristeza infinita que encierra tanta estadística, el detonante que explica la España de las pancartas.
Pudiera ser que un día también las calles de Logroño, asediada hoy como las antiguas ciudades medievales por esa peste contemporánea, un invierno infinito que no sólo será demográfico, acaben como las de Buenos Aires. Pero es un destino que debe descartarse: en Logroño, ya se sabe, se vive muy bien. Y con la indignación siempre anestesiada.
Vox, y la crisis que no cesa. Luego del reciente episodio vivido a cuenta de la destitución del militar que permitió un acto de la formación en las instalaciones de la Hípica, la formación que lidera en La Rioja Maite Arnedo tropieza con dos bajas en la gestora que dirige su rumbo. Dos caras muy conocidas: Arturo Steven, reciente fichaje procedente del PP, e Ignacio Asín, cabeza de lista al Ayuntamiento de Logroño, acaban de dejar la gestora. Ambos, según su testimonio, disconformes con el modelo de gestión.
El ministro Manuel Castells está protagonizando un insólito desembarco en su cargo. Tan raro, que apenas ha comparecido ante los medios de comunicación, un trámite que ha preferido sustituir por una ronda de encuentros semiclandestinos por los distintos campus. Empezó por el campus público del País Vasco y se espera que en algún momento aterrice también en La Rioja, luego de haber convocado a los los rectores españoles en una cumbre casi secreta celebrada recientemente en Toledo.
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