Las emociones
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«Las lágrimas amordazan al viento / y no se oye otra cosa que el llanto» FEDERICO GARCÍA LORCA ('CASIDA DEL LLANTO')Secciones
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«Las lágrimas amordazan al viento / y no se oye otra cosa que el llanto» FEDERICO GARCÍA LORCA ('CASIDA DEL LLANTO')Contaba una periodista andaluza cómo hace años, cuando se tuvieron las primeras noticias de Podemos, acudió a su sede para entrevistar a sus flamantes líderes regionales y tropezó en una sala aledaña con un grupo de jóvenes trasteando entre ordenadores, tabletas y móviles. Concluida la ... entrevista, preguntó a sus interlocutores quiénes eran esos chicos y chicas, a qué se dedicaban. Le respondieron que eran sus responsables de redes sociales. Los encargados de dotar de identidad digital a la entonces recién bautizada formación política. Y que se ocupaban de chequear la realidad para estar alertas y aprovecharse de la tecnología para alcanzar sus fines. Monitorizar su entorno y adaptarlo al discurso político. Puede que hoy aquellos alevines de la política, en la estela de Donald Trump, ya cobren un salario a cargo del contribuyente. Fuera de toda duda está la conclusión que alcanzó aquella colega: «Entonces supe que Podemos ya había ganado».
El triunfo de la formación morada no se refleja tanto en las urnas, donde sus últimos resultados hablan de cierta decadencia eclipsada por su ascenso hasta las escalinatas de Moncloa, como por el éxito de haber llevado al ombligo de la política alguna de las ideas fuerzas que alumbraron aquel movimiento nacido en las entrañas del 15M. Su principal hazaña tiene, no obstante, algo de intangible: haber convertido los sentimientos en moneda de uso en la presente coyuntura, fronteriza con la histeria que prevalece precisamente en las redes sociales por donde buceaban aquellos jóvenes andaluces con tanto ahínco. Lo explica con acierto un político riojano: «Analizas un problema, buscas sus raíces, aplicas una receta y todo ese proceso racional no te sirve de nada: con un tweet, Pablo Iglesias te destroza». Son las emociones, amigo. Un valor en alza que prevalece sobre el análisis científico de la realidad circundante, como era obligatorio en la vieja política. Atacar al corazón del ciudadano en tanto que votante: ahí reside la llave del éxito en la nueva política. Quien no se adapte a semejante cambio de paradigma fracasará. En las urnas y en los años que median entre ellas.
Se trata de una lección que el muy longevo PSOE supo aprender porque no tenía otra alternativa. Por el entorno europeo iban desaparecido incluso sus siglas hermanas, trance al que se arriesgaba Ferraz si no adecuaba su mensaje y el tipo de liderazgo a cuanto los nuevos tiempos exigían, mientras empezaba a notar que Podemos mordisqueaba su cuota electoral e Iglesias representaba ya para anchas capas de la sociedad española (no sólo las más jóvenes) lo que Felipe González encarnó en su tiempo. La modernidad. En efecto, un intangible.
Las emociones, la faceta sentimental del discurso político, prolifera desde hace años en la escena pública, con los riesgos conocidos y evidentes: el clima general tiende a la exageración, antesala de la demagogia y vecina de tantos males contemporáneos. El personalismo, el populismo y otros ismos aún más inquietantes. Enfervorizar a las masas con una sobredosis de verborrea, esa neolengua no apta para profanos, tiene sus peligros; el más obvio, la obligación de mantener viva la llama en el tiempo, tarea que exige de los actores políticos una exagerada predisposición a la dramaturgia que entre nuestros políticos equivale a camuflar con alardes verbales y gestuales el vacío de su discurso. Las emociones todo lo tapan.
Pero que reine la vertiente sentimental en las intervenciones de los líderes actuales tiene también mucho de virtud: indica capacidad de adaptación, sensibilidad hacia el entorno. Se nota en que los principales discípulos de esta nueva doctrina salen a la tribuna con la lección aprendida, llegan al Parlamento o comparecen ante los medios con los deberes hechos. Raúl Díaz, brillante diputado socialista, simboliza a la perfección este tiempo de renovación. Sus intervenciones apuntan directamente al corazón, en cuanto salva esos minutos de la basura que debe invertir con los elogios de rigor a sus jefes según es norma en los hábitos parlamentarios de todo partido que apoya al Gobierno. Entre los actuales parlamentarios del PP cuesta distinguir a quien pueda representar cuanto Díaz encarna con éxito pero en el Ayuntamiento de Logroño, por el contrario, su concejala Patricia Lapeña ofrece a su partido una interesante veta digna de ser explorada: ausculta con una precisión superior a la de sus pares el contexto presente, donde se observa un nivel de declive en el mensaje político tradicional que parece interminable y exige nuevas fórmulas expresivas. Del discurso consistente y un punto profesoral de nuestros abuelos hemos pasado a la propaganda y de la propaganda al marketing, precedente del temible imperio del eslogan. Hoy, un pensamiento político debe caber en 280 caracteres. Y detrás de ellos corren los miembros de la clase política como galgos en un canódromo: persiguiendo una liebre inexistente. En eso se parecen Iglesias y Donald Trump. Dos adaptacionistas, muy astutos. Dos políticos de estirpe emotiva.
Las emociones admiten no obstante su envés. Porque la falta de emoción es también una emoción, atributo muy apropiado para la gestión política. España tuvo alguna suerte en enero, cuando se repartieron los ministerios entre el PSOE y sus socios. Pudo tocarle a UP administrar la sanidad, por ejemplo, pero los misterios de la política dejaron en manos de Salvador Illa ese encargo que pudo recaer (otros ejemplos) en Alberto Garzón o Irene Montero. Al frente del gabinete gubernamental de crisis, Illa ha cometido errores de bulto pero en términos generales se acepta que ha superado el encargo con buena nota. Su aplomo robotizado ayuda a interiorizar entre la opinión pública un discurso político cuyo trasfondo no traía jamás buenas noticias. A escala riojana, algo parecido puede decirse de los gestores de la Consejería de Salud. Mantener los nervios, permanecer impávido ante el catastrofismo, exhibir la sangre fría: así se demuestra que en política, a largo plazo, la mejor emoción es la que no existe.
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