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Los estudiantes se sientan en los pupitres y abren el libro por el capitulum septimum. No tienen diccionario; sobre la mesa reposan el método, el cuaderno y unos bolígrafos. Uno de ellos lee la primera frase, «Ecce Marcus et Quintus ante ostium villae», y luego la traduce a las bravas: «He aquí a Marcos y a Quinto ante la puerta de la casa». El profesor, Eugenio Gómez, licenciado en Filología Clásica, aprovecha las palabras latinas que van surgiendo para descubrir su inesperada vida posterior. Los alumnos, un poco asombrados, descubren así el hilo invisible que engarza 'dominus' con 'duomo' (italiano), 'domesticate' (inglés), 'domestique' (francés), 'zimmer' (alemán) o 'déspota' (castellano). Incluso el topónimo Donostia procede del latín: el santo de Ostia, San Sebastián.
La clase se imparte en un aula de la Escuela Oficial de Idiomas, que cede el escenario. El curso nace de la iniciativa de un profesor de Latín y Griego, Jeremías Lera, que hace un año decidió poner en marcha una idea que le estaba rondando por la cabeza desde hacía mucho tiempo. «Comencé a mandar correos a gente que conocía, compañeros, antiguos alumnos. Y de email a email fuimos dándole forma», dice. Así nació Atril Medieval, una asociación altruista que imparte cursos de lenguas clásicas y semíticas. Este es el primer año y ya hay tres grupos estudiando latín (en Logroño), griego (en Nájera) y hebreo antiguo (en Miranda). No hay cuotas, no hay títulos ni certificados, no hay exámenes. Solo apetito por conocer y pasión por enseñar. «Me sorprendió la respuesta favorable porque esto es exigente. Estudiar tres años de un idioma no es hacer un cursillo intensivo. Pero a mitad de verano ya vi que era viable porque había una docena larga de gente interesada en apuntarse a cada uno de los idiomas», recuerda Lera.
Los profesores son voluntarios. «Tuve mucha suerte al contar con el apoyo de gente con tanta cultura y tantas ganas como Íñigo Eguaras y Eugenio Gómez, más otra gente de apoyo –explica Lera–. El sistema es semipresencial: una sesión a la semana y luego, que el estudiante pueda contar siempre con alguien para resolverle dudas». Hay algo revolucionario en esta enseñanza movida por el amor a unas lenguas cada vez más relegadas en el sistema educativo oficial. «Si quitas el dinero de por medio, las cosas se simplifican enormemente. En cuanto metes un euro, tienes que fiscalizarlo, saber lo que entra, lo que sale... Déjame en paz, yo lo que quiero es enseñar latín, no echar cuentas. Había gente que me decía que las cosas que se hacen gratis no funcionan, pero yo les decía: bueno, vamos a ver. De momento funciona, después... Dios dirá», sonríe Jeremías.
En la clase de latín, los alumnos de Eugenio Gómez siguen descubriendo tesoros etimológicos. Hablan del cálculo computacional, eso que ahora parece tan novedoso y futurista: «Computacional viene de 'cum' y 'putare'; pensar en compañía», apostilla Eugenio. A los estudiantes –Nacho, Rosa, Demetrio– les gusta el método. No tiene nada que ver con esos libracos del antiguo BUP ni con la memorización previa de las declinaciones y las conjugaciones. «Parecen métodos novedosos, pero en realidad son los del Renacimiento –advierte Jeremías Lera–. Estos métodos son los que ponían en práctica Erasmo, Commenius, Luis Vives, Castiglione... La forma de enseñar latín que tenía Vives en el siglo XVI era irse a las calles de Valencia y poner a los niños hablando en las situaciones más habituales».
En uno de los pupitres se sienta Manuel Gómez, que a veces echa una mano con las clases cuando el profesor causa baja. «Estudié latín en el Seminario durante muchos años. El latín era entonces una presencia muy activa. Vivíamos un tiempo en latín. Escuchábamos las explicaciones, hablábamos... La clase de filosofía, por ejemplo, era entera en latín», rememora. Manuel, que ha dado clases de informática, defiende el humanismo y brinda un consejo que, como se ve, él mismo se aplica: «Quien por vía de profesión se encamina hacia las letras, por vía de afición tiene que irse a las ciencias, y viceversa».
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