Tras rechazar la petición del Gobierno de La Rioja de la cesión temporal de las Glosas para una exposición en San Millán, la Real Academia de la Historia se remitió al discurso que ofreció su directora, Carmen Iglesias, en la RAE hace un mes. En ... él, enfatizaba que el códice 60, como los demás manuscritos emilianenses, habían llegado a la sede de la Academia «con todas la garantías jurídicas» y habiendo respetado todos los procedimientos legales.
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En buena medida la explicación tradicional de la salida de los códices se basa en una carta, fechada en 1821, en la que se enumeraban muy puntillosamente los diferentes manuscritos que habían sido trasladados a Burgos, entonces cabeza de la provincia, tras la desamortización del trienio liberal. Los nuevos hallazgos y la propia factura del documento desmontan este relato hasta hoy dominante. Según relata el 'Inventario de códices antiquísimos que estaban depositados en el archivo del monasterio Real de San Millán de la Cogolla', esos códices «salieron en enero de 1821 y fueron conducidos a Burgos». Sin embargo, para el autor del estudio, Javier García Turza, se trata de «una falsedad perfectamente orquestada», aunque ejecutada de manera torpe. El añadido de la fecha es posterior, así como la dirección de envío, pero el redactor no calculó bien el espacio disponible «y se vio obligado a trazar una línea de separación». «Por ello pensamos que se quería resaltar sobremanera la noticia que en ese momento importaba dar a conocer: el lugar hacia donde se llevaron los códices y la fecha de envío», abunda.
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Los códices, por lo tanto, no fueron nunca a Burgos. Y hay dos pruebas. En primer lugar, un inventario de 1836 en el que se refiere la existencia, aun en San Millán, de esos «libros viejos» que supuestamente, según el relato hasta ahora vigente, ya habían desaparecido del monasterio. Y en segundo término, la carta definitiva del académico Gayangos, que en enero de 1851 visitó Yuso, descubrió los manuscritos y los remitió a Madrid sin respetar los procedimientos legales y sin dar cuenta de su hallazgo ni al gobernador civil de la provincia, con el que había mantenido un encuentro previo poco amigable, ni al obispo de Calahorra, cuya diócesis era la legítima propietaria «del monasterio y de todo lo que contiene».
Según indica García Turza, la carta de Gayangos ayuda a reparar «un total vacío documental y bibliográfico» porque revela, por primera vez, que los 64 códices habían permanecido «escondidos en una sala tapiada, un recinto próximo a la biblioteca que había estado clausurado durante ocho años».
Queda en el aire quién utilizó «la argucia» del inventario falso. «Cabe pensar que algún interesado utilizó la relación de manuscritos supuestamente fechada en 1821 para confundir a los responsables políticos», aventura García Turza. ¿Pero quiénes? Hay tres sospechosos principales: los monjes benedictinos, alguien cercano al jefe político de la provincia de Logroño entre 1835 y 1837, Serafín Estébanez Calderón, o incluso él mismo. «No hay respuestas para resolver esta disyuntiva», señala García Turza, aunque tiende a exculpar a los frailes y recuerda que Estébanez Calderón –escritor, historiador y arabista– era un «coleccionista compulsivo de libros» que durante su estancia en La Rioja se quedó al menos con cinco códices procedentes del monasterio, entre ellos un Beato que hoy se guarda en la Biblioteca Nacional.
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