Hasta cuándo va a tener sentido hablar de olas de COVID? No lo sé, la verdad. Cuando terminó la tercera (la de enero-febrero) y se consiguió que la cuarta, la primaveral, fuera menos ola y más meseta, uno pensaba que las cosas ya caminaban ... hacia la nueva normalidad, la de verdad, y hacia el triunfo definitivo de la vacuna.
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Pero también pensaba que los españoles íbamos a tener algo más de respeto por el bicho, o al menos que íbamos a esperar a vacunarnos antes de hacer como que había desaparecido.
Me equivoqué. Y la quinta ola, esta sí, ha sido lo que no debía: un pico escarpado, una subida vertiginosa. Y una consecuencia: 29 muertes (por ahora) entre julio y agosto, cuando en mayo-junio habían sido 18.
Teníamos prisa por volver a vivir, y a hacerlo sin restricciones. Que es exactamente lo que ha ocurrido en La Rioja. Otras comunidades autónomas, una vez abandonadas por el Gobierno central sin prácticamente ningún paraguas normativo, han intentado la vía de la restricción suave. Con mayor o menor fortuna.
La Rioja no. Se creó un semáforo de medidas según indicadores más que moderado (invisible, casi) que la justicia aplanó aún más. Y desde entonces, ni siquiera eso se ha respetado: seis de los ocho indicadores de ese «semáforo» han llegado a estar en nivel 4, sin que el Gobierno decidiera nunca subir del nivel 2. Y así la incidencia escaló hasta casi 800, dejándonos de paso una amarga lección: pese a la vacuna, siempre habrá vulnerables. Y si dejamos que el bicho se extienda lo suficiente, los encontrará.
La Rioja, pues, ha decidido dejar que esta ola pase, aunque fuera por encima. Siguiendo al pie de la letra el enfoque «madrileño» que adoptó en junio, se ha confiado en las vacunas; como en el resto del país, pero más. Y como en el resto del país, los resultados han sido evidentes: era demasiado pronto. Al menos dos meses demasiado pronto.
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¿Hubieran podido resolverse las cosas de otra manera? Se hubiera podido intentar, aunque nadie puede decir que el resultado hubiera sido mucho mejor. Al menos, este verano pre-post-pandémico debería enseñarnos que de los pozos profundos no se suele salir rápido. Y que pese al milagro que ha supuesto esta vacunación, nuestra posición sigue siendo endeble. Esto no se ha acabado.
MIÉRCOLES | SASTRE
El paso de Brahim Gali no fue precisamente una juerga, pero está dejando las mismas consecuencias: una resaca molesta y persistente, más de un dolor de cabeza y algún mal cuerpo.
Un juez de Zaragoza anda investigando cómo pudo el líder del Polisario entrar y salir por la base de Zaragoza sin que nadie le dijera ni hola quién es usted. Y ya de paso, también viene preguntando por cómo acabó en el hospital San Pedro con el nombre de un argelino que no era él.
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El juez ha trazado un recorrido en cuanto a lo de Zaragoza: del jefe de la maquinaria interna de Exteriores a un alto cargo del Ejército del Aire. En lo riojano, falta por determinar el emisor (quién llamó a Vara de Rey para decir lo que había) pero ya parece identificarse un receptor: Eliseo Sastre, responsable de la Oficina de la Presidenta y uno de los dedos más poderosos de la mano derecha de la presidenta. Él avisó a los altos cargos del Seris del caso Gali, pero falta saber quién le puso a él sobre aviso.
Por ahora, eso sí, el caso se ha quedado a nivel de maquinaria interna: jefe de gabinete sí, ministra no; Sastre sí, Andreu no.
MARTES | MONSEÑOR
Roma despedía el viernes al bañejo Eduardo Martínez Somalo en un escenario de ensueño: el Altar de la Cátedra de San Pedro, una fantasía barroca de Bernini en pleno centro de la Cristiandad.
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Sitio apropiado para el que ha sido probablemente el riojano más poderoso de los últimos siglos. El poder de la Iglesia es de otro mundo, claro, pero también de este. Y un hombre al que siete papas quisieron a su lado, y que llegó a oficioso «número dos» del Vaticano, acumuló una considerable capacidad de influencia sobre mucha, mucha gente. Descanse en paz, pues, monseñor. La Rioja tardará en producir otro hijo así.
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