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Recién iniciado su mandato, José Ignacio Ceniceros se vio obligado a retirar su confianza en dos miembros de su Consejo de Gobierno, Antonino Burgos y Abel Bayo. Entonces, desde el Palacete se ofreció la típica explicación que lanza todo poder político en tales coyunturas como ... coartada: blablablá. En realidad, Ceniceros destituyó a los dos altos cargos por razones más prosaicas. Tanto el titular de Obras Públicas como el de Educación militaban entre los afines a Cuca Gamarra, embarcada entonces en su fallida intentona por hacerse con el liderazgo interno del PP. Suficiente para enseñar a ambos consejeros la puerta de salida.
Resulta por lo tanto curioso que la oposición al Gobierno de Concha Andreu se escandalice ahora por acontecimientos semejantes, aunque de menor envergadura: han caído en medio año cuatro directores generales, señal de que (como ocurrió con Burgos y Bayo) la maquinaria del Gobierno precisa de unos cuantos ajustes cuando empieza a carburar. La nave del Palacete suelta lastre y revisa sus piezas, sometida a una ITV permanente que justifica las disfunciones observadas en su singladura inicial. Así con Ceniceros como con Concha Andreu al timón.
La destitución de Diego Iturriaga al frente de Cultura, en medio del polvorín desatado en Calahorra a cuenta de la demolición del cuartel de la Guardia Civil (cuya guillotina maneja la comisión de Patrimonio pilotada por el ahora cesado) y de sus malas relaciones con el núcleo de poder que rodea a su todavía jefa, desató un conflicto de cierta entidad allí donde se sospechaba que ocurriría: en las tensas relaciones que suelen distinguir a todo Gobierno con el partido que le presta su mayoría parlamentaria. Porque Iturriaga, un bulto sospechoso para el Palacete, mantiene la confianza del PSOE y por lo tanto sigue integrando el grupo parlamentario. Resumen del forcejeo, primera crisis seria para Andreu: la política reside donde siempre (en el partido) pero la acción del Gobierno tiende a convertir a las siglas en instrumentales. A cada lado del tablero, los protagonistas de este pulso ejecutan a la vista del público una acre partida de ajedrez que enmascara sus mundanas ambiciones de poder, donde aflora a menudo lo peor del ser humano. También del ser político.
Los más veteranos de la clase dirigente podrán concluir, si integran el ala templada de la política regional, que este supuesto de purgas y traiciones se explica por el principio de Arquímedes aplicado a este ámbito: todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje igual al peso desalojado, de manera que ese espacio que ocupaba Iturriaga se veía amenazado por un extraño para su dirección general, alguien que pasaba por ahí. Nada raro: un caso análogo sucede, a otra escala, en esa misma Consejería, a cuyo titular le ha salido Henar Moreno como consejera (número diez) en la sombra. Ocupando el vacío que se resiste a rellenar Luis Cacho. Y otro espacio adicional que gana Moreno: el que, en teoría, debería desempeñar su antigua querida rival, Raquel Romero.
Porque viendo a ambas deambular por el Parlamento parecería que incurren en ese pecado que por Hollywood llaman 'miscasting': asignar los roles erróneos a cada actor. Mientras Moreno pide a gritos un sitio en el banco azul, donde su incansable energía sería muy bien canalizada por Andreu para arreglar una mañana la sanidad y pasado la educación, Romero aprovecharía para sestear como el resto de miembros de la Mesa del Parlamento con cargo al contribuyente. Aceptando, como el resto de sus pares (el propio Iturriaga, Burgos, Bayo y demás caídos), cuánta razón llevaba el difunto Pío Cabanillas cuando sentenció su frase célebre: «Al suelo, que vienen los nuestros».
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