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Resumen de urgencia de la preocupante deriva que sufre el Partido Popular de La Rioja en apenas cuatro años. Los que median entre su derrota del domingo y su victoria más amarga, la del 2015: cuando perdió la mayoría absoluta. Cuando su jefe máximo comprobó ... que era mortal.
Culpable, Pedro Sanz. Su manera omnímoda de gobernar impidió que a su alrededor creciera la hierba. La meritocracia se transformó en el seno del partido en culto al líder, premiando a quien más y mejor le adulara. En lugar de un plan gradual de relevo, se implantó un modelo de gestión que castigaba como desafecto a quien insinuara la más leve crítica y se evitó la rotación entre los más idóneos para alcanzar los escalones superiores. Dirigentes que podían haber encarnado el día después del postsanzismo fueron relegados al ostracismo. Otros abandonaron el partido. Muchos de quienes entonces se frotaban las manos, miembros de la cohorte presidencial que pensaban que así ascendían en el escalafón eliminando rivales, se pasaron luego al bando de José Ignacio Ceniceros. La vida humana. Con sus grandezas y sus miserias.
Un error en el relevo. Puesto que el propio Sanz se había procurado el vacío a su alrededor, llegada la hora de pactar con Ciudadanos para una voladura controlada de sus veinte años de poder absoluto, cometió un nuevo error. No impuso a su candidato natural (Emilio Del Río), sino que organizó uno de esos juegos de ambiciones entre sus delfines que tanto le divertían. Resultado, el caos. José Ignacio Ceniceros, como se encargaban de propagar por entonces desde el entorno de Sanz, alcanzó el trono del Palacete como mal menor. Porque entre ese mismo entorno de Sanz se pensaba que sería un dirigente manejable. Que declinaría volar solo. El error de Sanz fue entonces doble: no calibrar con el olfato del que presumía la naturaleza de las ambiciones humanas. Con sus grandezas y con sus miserias.
Un error en el traspaso de poderes. Culpables, los dos actores principales. El que se fue, sospechando que todo estaba atado y bien atado, incapaz de medir la animadversión que cosechaba entre quienes figuraban hasta el día anterior en su club de fans y sin embargo descontaban el tiempo que restaba para traicionarle. Y también el que llegó. En este punto, difieren las versiones. Según buena parte de quienes figuraban en la cocina del acuerdo, Sanz dejó claro a Ceniceros que sería un líder interino, hasta que un congreso encumbrara a Cuca Gamarra como auténtica jefa. Por el contrario, desde el lado de Ceniceros se niega esta interpretación del pacto. Como fuera, uno y otro se lanzaron a una despiadada batalla interna, con Gamarra alineada en las filas de Sanz, beneficiándose de sus contactos para sumar más delegados en el congreso de Riojafórum que el (en teoría) presidente por accidente. Que fue quien ganó. Y quien acto seguido cometió su principal error: descartar la generosidad en la victoria. Prefirió laminar a sus rivales siguiendo un plan que no parecía improvisado. Más bien, un programa larvado en silencio durante años. Los años en que aparentó ser el socio preferido de su antecesor para imponer en el Parlamento el rodillo presidencial. Esos episodios de los que luego prefería no acordarse. De nuevo, la vida humana en toda su magnitud.
Un error en la administración. Achacable ya solo a Ceniceros. La gestión presidencial durante sus cuatro años carece de una columna vertebral digna de tal nombre: su agenda parecía llenarse sin seguir un criterio fijo, propio de los gobiernos que van tanteando en la oscuridad donde reina la mayoría relativa a ver si encuentran alguna luz. Como confesaba uno de sus leales, el primer año fue casi un ejercicio perdido por los contratiempos propios de la inexperiencia que distinguía a gran parte del equipo más cercano al presidente. Como no quisieron preguntar cómo se pilotaba un Gobierno a quienes les habían antecedido, reos de ser próximos al círculo de Sanz, se presentaron en el segundo año ya casi boqueando. Sin oxígeno. Y el siguiente lo dedicaron, de nuevo según confesión propia, a preparar el congreso de Riojafórum: en resumen, dos años (casi) malgastados. Mientras, a su alrededor crecía el desgobierno y, error fatal y subsidiario, sus logros no trascendían a la opinión pública. Unos fallos estratégicos que sólo merecieron en el Palacete la respuesta habitual de todo dirigente en casos semejantes. Ensimismarse. La sede del Consejo de Gobierno se convirtió en una fortaleza asediada donde todos desconfiaban de todos. Y donde relucientes hallazgos en materia de gestión (los consejeros Domínguez y Galiana) pasaban desapercibidos en la esfera presidencial. Lo propio de la naturaleza humana cuando se vuelve insegura.
Cuando murió Felipe el Hermoso, Juana la Loca hizo honor a su apodo. Enajenada por completo, perdida la lucidez, vagó por la Meseta castellana con el féretro de su esposo a su lado. Sin contacto con la realidad, su vida se había transformado en un interminable valle de lágrimas. Un funeral. Fue la palabra que eligió un dirigente del PP luego de asistir a la reunión posterior al descalabro en las urnas del 28A: media sala vacía. Ocupaban los asientos sólo los muy afines a Ceniceros, puesto que el resto ha ido desertando mientras se ensanchaba la grieta entre las dos almas del partido. Con el desenlace conocido: sus resultados electorales devuelven al PP a 1991, cuando llegó Sanz. Cuando tuvo que reinventarse a su partido. Son los peligros propios de perder de vista la realidad. Quienes sufren esa enfermedad acaban como almas en pena, insensibles a cuanto sucede a su alrededor. Fantasmas errantes en busca de su identidad extraviada. En el caso de la política, el plazo diagnosticado de recuperación se sitúa en ocho años.
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