Noemí Pascual, Tamara de la Horra e Irene Escorza, en la plaza del Espolón este martes. Juan Marín
Covid persistente

«Nuestra vida es una mierda»

Los afectados reclaman tiempo de recuperación y una mayor comprensión de las instituciones públicas

Pío García

Logroño

Martes, 14 de marzo 2023

Tamara de la Horra, enfermera, 42 años, anda con dificultad y habla con voz entrecortada, como si se le estuvieran agotando las pilas. Tamara cogió el covid en marzo de 2022. Había completado las tres dosis de la vacuna, pero lo pasó mal. Tuvo disnea, ... tos, febrícula. El virus se le fue, pero los síntomas se quedaron. «No podía andar, no podía hablar, casi no podía comer», explica. Tres meses después volvió a pillar el covid. Fue algo más leve, pero también le dejó secuelas. Las piernas no le respondían y no era capaz de mover los brazos. «Veía una película y al día siguiente la olvidaba por completo», dice. Tamara tiene tres hijos y un padre dependiente. «Yo antes era capaz de todo. Trabajaba, me ocupaba de ellos y de la casa, iba cuatro días al gimnasio... Ahora, solo con hacer las camas se me ha acabado el día», apostilla.

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Irene Escorza, carnicera, 46 años no puede alzar sus brazos y sufre continuos temblores. Tiene dos hijos. Lleva dos años con síntomas graves y ha perdido su trabajo. El Insituto Nacional de la Seguridad Social la consideró apta para la vida laboral, aunque no podía «ni levantar la macheta» para cortar un filete. «Mi jefe me llamó y yo le expliqué que no podía trabajar así. Es una empresa pequeña y se han portado muy bien conmigo, pero tuve que irme. No puedo», concluye. A Irene se le quiebra la voz. Sujeta las lágrimas con dificultad. Enseña a las cámaras sus manos, que viven en una continua agitación. Muchos especialistas se quitan de encima la patata caliente con informes asépticos que sólo esconden su ignorancia. «Algunos médicos de cabecera sí que nos dan su apoyo y yo se lo agradezco mucho al mío, pero no es suficiente. Es mucha impotencia. Te encuentras mal. Yo estuve ingresada porque no era capaz de andar ni de comer nada y ahora tengo mareos. Ese es nuestro pan de cada día».

«Antes trabajaba, me ocupaba de mis tres hijos y de mi padre y encima iba al gimnasio. Ahora solo con hacer las camas se me ha acabado el día»

Tamara de la Horra

Enfermera, 42 años

Noemí Pascual, 53 años, también es enfermera. Se contagió durante un brote que hubo en el hospital San Pedro en enero de 2021. «Mis compañeras se fueron recuperando bastante rápido, pero yo me quedé con taquicardia y disnea», recuerda. Le pusieron tratamientos que solo la empeoraban y el INSS, con frialdad burocrática, le dio el alta sin contemplaciones al cumplir el año. La recolocaron en la planta de neonatos para que no tuviera que levantar pesos ni andar subiendo y bajando plantas. A los seis días volvió a coger el covid. Todo empeoró. «Ahora al menos puedo hablar, pero estoy con una fatiga muscular que no puedo hacer nada. Me levanto de la cama como si hubiera estado cuatro horas en el gimnasio. Si paso el aspirador, me tengo que tumbar. Si plancho tres camisas, me tengo que tumbar. Ese es mi día a día». «Hay veces que te da por llorar porque piensas que nadie te entiende. Tengo que andar porque si no te atrofias, pero lo máximo que consigo andar es un cuarto de hora. Estas últimas semanas me he caído dos veces, una en casa y otra en la calle... Pedimos un equipo que nos valore, que nos escuche, algo...».

«Si paso el aspirador, me tengo que tumbar. Si plancho tres camisas, me tengo que tumbar. Ese es mi día a día. Hay veces que te da por llorar»

Noemí Pascual

Enfermera, 53 años

«No nos dejen solos»

Tamara, Irene y Noemí se citaron este martes a mediodía, acompañadas de algunos familiares, en la Concha del Espolón para leer un manifesto. Es un día con mucho simbolismo. Hace tres años, en un tiempo pasado que empieza a parecer irreal, el Gobierno decretó el estado de alarma y el confinamiento de toda la población. El covid empezó a barrer España en sucesivas oleadas, dejando por el camino un pavoroso rastro de muerte, aislamiento, mascarillas y miedo. Aunque la vida haya finalmente triunfado y hoy haga en Logroño un día frío pero radiante, que invita al paseo y al vermú, para muchas personas el covid sigue siendo una presencia pegajosa, de cuya sombra no pueden escapar.

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«Yo perdí mi trabajo porque no podía ni levantar la macheta. Tengo mareos y temblores. Sientes mucha impotencia»

Irene Escorza

Carnicera, 46 años

A Noemí y Tamara, que leen el manifiesto, les falta a veces el resuello: «Queremos que no se nos abandone a nuestra suerte; no nos dejen solos», reclaman. Irene está en segunda fila, apoyándose en otra persona, con los ojos humedecidos.Aguantan como pueden las peticiones de fotógrafos, cámaras y redactores, pero se ve que les cuesta incluso mantenerse en pie. Los afectados por covid persistente en La Rioja han montado un grupo de wasap, pero ni siquiera saben a ciencia cierta cuantos enfermos hay en realidad. «En el grupo somos entre 35 y 50 personas, pero seguro que hay muchos más. Hay gente que no tiene diagnóstico o que prefiere vivir en silencio su enfermedad», apuntan.

Piden comprensión y respeto. Piden atención sanitaria. Piden investigación. Y piden, sobre todo, tiempo. Si el covid fue su primer enemigo, el Instituto Nacional de la Seguridad Social se ha convertido en un segundo virus que acaba destruyéndolas física y moralmente. «Nadie nos va a dar una pastillita milagrosa para que nos quite los síntomas –resume Tamara–. Es una enfermedad nueva, nadie sabe cómo evoluciona ni cómo puede mejorar. Y no nos dan tiempo. Con tiempo vamos mejorando muy poco a poco, pero ni siquiera nos dan tiempo. No nos dan nada. Aunque las pruebas salgan bien, nuestra vida es una mierda».

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