El teletrabajo tiene cosas positivas y cosas negativas. Más allá de las obvias (no tienes que salir de casa, evitas posibles contagios, contribuyes a limitar la expansión del virus, trabajas en pijama -no, es broma, aquí nos vestimos de pies a cabeza como si fuéramos ... a la oficina-) tiene también ciertas aristas que, a ojos de las más pequeñas, resultan difíciles de comprender. Teniendo en cuenta que ellas siguen disfrutando de sus particulares vacaciones (como para decirles lo del aprobado general que no es aprobado general pero que se parece bastante a un aprobado general, no se si me entienden), les chirría que estando en casa sus padres tengan que desconectarse y enfrascarse delante de un ordenador durante un buen puñado de horas o empezar a llamar compulsivamente, como si no pudiéramos hablar con ellas de cualquier cosa.
Más o menos, después de casi 40 días, tienen cogidos los ritmos de uno y de otro y cuando, a primera hora de la tarde, uno de los dos aparece por el salón o por donde se encuentren, abren los ojos con demasiada expectación y repiten con cierta ansiedad la misma pregunta: ¿Has terminado ya? La respuesta no siempre les complace y cuando es negativa la encajan cada vez peor. «Jope, ¿y cuándo terminas?». Más difícil es explicarles qué hacemos delante del teclado, no sé, a las nueve de la noche por ejemplo cuando el aparato lleva encendido casi doce horas... «¿Pero por qué tienes que trabajar? ¿Otra vez?»... Si yo te contara.
Sus planes llevan otros ritmos, forman parte de una realidad paralela que no siempre acaba de casar bien con la rutina del teletrabajo. La prueba más evidente es la pila de juegos que cada tarde tienen preparada en la mesa para que protagonicen lo que Valentina ha bautizado como «tarde en familia», como si no estuviésemos 24 horas juntos; como si no hubiésemos pasado este mes más horas juntos casi que durante los dos primeros trimestres del curso, como si la atención que reciben no fuera suficiente después de 36 días confinados en Sorzano. Pero siempre es insuficiente por eso también tenemos el «día en familia», «la noche en familia» la «cocina en familia» y «la noche de chicas», pero a esta última no me invitan...
Ayer, por ejemplo, fue un día raro. con uno de esos amaneceres espectaculares y repletos de contrastes, sí, pero raro. Uno de esos días en los que se apaga el ordenador a las seis de la tarde para volver a abrirlo a las ocho y frustrar esa tarde en familia y cercenar todos los planes de las peques. Cosas que pasan. Como ayer también era 'el día sin tablet' (algo que ni a una ni a otra les pareció demasiado justo y estuvieron pululando por la casa, cual plañideras, entonando durante horas la misma letanía: 'nos aburrimos, qué hacemos; nos aburrimos, qué hacemos; nos aburrimos, qué hacemos...') antes de de elegir el Monopoly Tramposo (el Monopoly pero con trampas, como su propio nombre indica), para combatir el tedio recuperamos el juego del pañuelo, el de las sillas, se calzaron los patines y vieron a un simpático barbudo cómo se embadurnaba de harina (no habrá pruebas, bajo amenaza de lapidación) antes de enviar a Sorzano el encargo del rebozado (de lo que tampoco habrá pruebas, claro). Y cuando sobre la mesa ya estaba preparado el segundo de los juegos hubo que hacer una pausa que empezó siendo cuestión de cinco minutos y que acabó durando un par de horas. «¿Otra vez?». Sí hija, sí. Es lo que tiene el teletrabajo. Es lo que tiene el coronavirus. Es lo que tiene el wasap...
Solo les tranquilizó una cosa. «No os preocupéis que libro hasta el lunes». Como en esas películas de terror en las que la mirada del malo no presagia nada bueno, sus sonrisas fueron ciertamente inquietantes, como si estuvieran tramando algo que no sé si me va a gustar demasiado. Afortunadamente no va a llover. Si la cosa se tuerce las ponemos a cavar agujeros en la huerta con la azada del abuelo.
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