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El día en que Miguel y Ángela pronunciaron aquello de 'en la salud y en la enfermedad' nunca imaginaron que llegaría la ocasión de demostrar su lealtad a dicho compromiso de un modo tan literal. Mucho menos aún, con la particularidad de estas circunstancias. Pero ... así ha sido. Ambos contrajeron, prácticamente al mismo tiempo, el COVID-19. Y no solo ellos. También sus dos hijas. Los cuatro miembros de una misma familia, enfermos de coronavirus a la vez. De hecho, según relata Miguel, «fue la mayor de 13 años, Candelas, la primera en mostrar síntomas». «El dolor de cabeza le obligó a faltar a clase (por aquel 2 de marzo aún no se habían cerrado los colegios) y quedarse en casa». Tras la adolescente, Valentina, el bebé de apenas 13 meses, presentó también a los pocos días fiebre y malestar. El dominó fue a partir de entonces encadenando su caída. Ángela comenzó a encontrarse indispuesta y, seguidamente, la ficha que aún quedaba en pie, Miguel, también se contagió. Comenta que tuvo muy mala suerte: «Coincidió con la inauguración de mi nuevo bar que, para más INRI, no estuvo abierto más que 24 horas». El decreto del Estado de alarma lo abocó al cierre prematuro.
Los cuatro permanecieron a partir de entonces juntos y confinados en su casa mientras su médica realizaba por teléfono el seguimiento de la evolución de toda la familia.
El 10 de marzo citaron a Miguel para que se sometiera a la prueba del PCR y se hiciese también una placa. Cogió su coche, se desplazó primero al Centro de Diagnóstico Móvil instalado en el CIBIR y después al CARPA. A las pocas horas, con los resultados en su poder, su doctora le aconsejó que acudiese a Urgencias. Tenía una mancha en el pulmón, indicio de neumonía. «Fue una auténtica travesía por el desierto porque resultó que no quedaban camas libres, así que tuve que regresar a casa y llamar al 112 para explicarles lo que me ocurría», aclara aún con cierto resquicio de enfado.
Transcurridas unas horas, entró en una ambulancia por la puerta del hospital San Pedro en la madrugada del martes, 11 de marzo, de donde no salió hasta seis días después. «Lo mejor fue el trato del personal que siempre tenía una sonrisa», destaca Miguel, al tiempo que asegura también que «era tal la saturación y desorganización que tardaron dos días en darme el alta porque se perdieron las pruebas y la documentación por el camino».
El día que, finalmente, regresó a su urbanización, se encontró con que todos sus vecinos le tenía preparada una sorpresa que se habían organizado con la complicidad de mujer: «Pusieron música por los altavoces y me dedicaron unas palabras llenas de emoción para darme la bienvenida», recuerda aún emocionado. Toda la familia coincide en admitir que circunstancias como ésta son las que están aportando lo más positivo de la cuarentena forzosa: «El confinamiento ha propiciado que los cuatro estemos pasando tiempo juntos como nunca y que ahora seamos un vecindario unido», concluye Miguel.
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