La crisis del virus ha resucitado esa fábula atribuida al rey David que tanto complacía a Borges. Cuenta la historia que el rey David pidió a un joyero que fabricase un anillo que le ayudara a recordar que, en los días de júbilo, no debía ... verse dominado por la soberbia, igual que tampoco podía caer víctima del abatimiento en tiempo de aflicción. Aquel abrumado joyero salió a la calle y, asesorado por un joven con quien se tropezó, tomó nota de su consejo y procedió a inscribir en el anillo la siguiente leyenda: «También esto pasará».
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También esto otro (la crisis del virus) pasará. Es una certeza tan indubitable como que la sociedad que habitamos verá modificada al menos su fisonomía y tal vez incluso su personalidad. La pregunta es hacia dónde. Porque en las respuestas que ofrecen expertos en distintas áreas del conocimiento, desde la política a la economía, pasando por la sociología, prende el desacuerdo. Como denominador coincidente, sirve para todas sus profecías la frase con que la presidenta Concha Andreu abrochó su discurso en la entrevista publicada en estas páginas el pasado domingo: todo estará después en cuestión. O debería estarlo.
Porque puede aventurarse que, cuando recuperemos cierta normalidad, nos asaltará la tendencia a olvidar el confinamiento y sus derivadas como un mal sueño. A aparcar todas estas semanas, su sombrío recuerdo, al fondo de nuestra memoria colectiva. Como si de este paréntesis no pudieran desprenderse valiosas lecciones para el porvenir. En el peligroso supuesto de que prevaleciera esa tentación a abandonarnos, se deduce que nos veríamos amenazados por un fantasma atroz hacia el que apuntan ya algunos indicios mientras dura la cuarentena: el temor a un repliegue identitario, el propio de sociedades temerosas, casi medievalizadas en sus instintos. Un porvenir donde cristalicen las peores pesadillas que ha imaginado la literatura de anticipación, ese desolador mundo que retrató por ejemplo Orwell en su '1984'. Un futuro semiapocalíptico contra el que conspiran otras teorías, promovidas por esos contemporáneos tan cursis que florecen en ese espacio llamado redes sociales (donde desde luego la cursilería es un valor en auge).
Para estos otros teóricos, la salida de la crisis equivaldrá a la implantación entre nosotros del puro edén, una sociedad más compasiva, que regresará al tipo de arcadia feliz donde reside el paraíso jipi, se disolverán las diferencias de clase y la moneda más valiosa será nuestra ansia de conocimiento y el discurso común, la compasión hacia el más desvalido de entre nosotros. Entre ambos disparatados escenarios (disparatados porque atentan no sólo contra el sentido común, sino contra las enseñanzas que depara la Historia), se sitúan por el contrario quienes alertan de que, en efecto, nuestra civilización tardará en digerir, pero lo acabará aceptando porque carece de alternativa, los efectos de este parón en la actividad propia de la economía. Y no será una digestión agradable .
Porque frente al estado gaseoso que distingue a toda ensoñación, triunfará la sólida contundencia de los hechos. El FMI avisa de que el crecimiento económico en España caerá el 8%, calcula una escalada del paro superior al 20% y se alinea por lo tanto con quienes profetizan que los (en teoría) felices años 20 serán una década perdida, que cuestionará los cimientos de la sociedad: modificaremos nuestros hábitos de consumo (¿A mejor?), cambiará el modelo de negocio (¿Adiós a la ley de la selva?), las relaciones comerciales se someterán al imperio de la tecnología (¿Caerá la vieja idea de frontera?) y, por fin, se materializará el anunciado proceso de robotización, con trágicas consecuencias para el trabajo. Al menos, para la noción de trabajo que heredamos de la generación anterior.
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Quienes esgrimen que de esta crisis saldremos reforzados como sociedad se amparan en ese concepto según el cual el cuerpo social se caracteriza, como atributo principal, por una admirable capacidad de adaptación a la adversidad. O sólo ocurre que confunden sus deseos con la realidad, tal vez inspirados por el recuerdo de aquel rey David, monarca de Jerusalén, dichoso dueño de un anillo cuya leyenda valía para todo. David, el que derrotó a Goliat.
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