El humor es el mejor signo de su salud. También una figura que había perdido treinta kilos y poco a poco va recuperando su ser. Pero sobre todo, las renovadas ganas de hablar que el virus le arrebató la madrugada del 5 octubre del año pasado. Aquel día acudió a Urgencias. Llevaba una semana con febrícula y un cansancio que ni el antibiótico que el médico de cabecera le había recetado por teléfono podía aplacar. En cuanto puso un pie en el San Pedro, lo ingresaron en la UCI. De los dos primeros meses que pasó en la unidad de críticos apenas guarda memoria. «Solo algún flash, palabras sueltas, imágenes borrosas», comenta junto a la silla de ruedas con la que se ayuda durante los paseos que va prolongando a medida que recobra las fuerzas.
Fueron días duros. Casi dramáticos. Como los de tantos riojanos infectados que han pasado por esa 'zona 0' de la lucha en la comunidad contra lo peor de la pandemia. «Me intubaron, me colocaron siete vías en el brazo y ya no recuerdo más», explica en los soportales de Muro de la Mata, embozado tras una mascarilla azul y saludando a cada rato a conocidos que pasan y le preguntan qué vida después de tanto tiempo sin saber de él. «Vamos pelechando», responde siempre.
«Demuestran cada día su profesionalidad y son vocacionales; solo así se explica una labor tan intensa a un ritmo tan agotador»
OBRE EL PERSONAL SANITARIO
«Te contagias tú, pero es toda la familia la que cae enferma porque sufre contigo igual»
«En la UCI tu cuerpo se pone del revés, pero es que cuando sales tu cabeza debe asentarse también»
»«Todo el mundo tiene que cumplir; esto va muy en serio»
De lo que no se olvida, pese a aquella nebulosa en la UCI, es del personal que lo atendió. No da sus nombres porque fueron muchos y nada habría más injusto que olvidarse de alguno. «Mi agradecimiento a todos es infinito», recalca. «No solo demuestran cada día su profesionalidad, sino una vocación extrema; no se entiende de otra manera que puedan trabajar tan intensamente y con tanto cariño a un ritmo agotador», expone al lado su mujer Caridad, que asiente a cada palabra compartiendo confesiones y angustias pasadas. «Cada día me llamaban para darme el parte de cómo iba», recuerda. «Era oír el teléfono o que sonara más tarde y me daba un vuelco el corazón, porque me temía lo peor, pero las enfermeras y los médicos me tranquilizaban con una amabilidad y un tacto que no se paga con dinero».
Pequeñas victorias
Muy poco a poco, como cuando aún cuesta abrir los ojos en un duermevela convulso, Fede fue siendo consciente de su situación y la gravedad del caso. La traqueotomía que le practicaron le impedía hablar, pero no podía dejar de hacer gestos de agradecimiento cada vez que las enfermeras entraban blindadas en sus EPI para limpiarle, cambiarle de postura o simplemente acariciar su mano. «No dejaba de levantar el pulgar o hacer el signo de la victoria como muestra de gratitud», relata. «El esfuerzo que hacen es tanto, su implicación tan enorme, que también ellos necesitan tus estímulos para reforzar su trabajo».
En esa batalla enorme jalonada de minúsculas victorias hasta abandonar la UCI, Fede tiene una fecha grabada: el 11 de diciembre. Aquel día le taponaron la cánula de la garganta. Por fin las palabras que pronunciaba y sólo él escuchaba dentro de sí, muy bajito y con un eco metálico, resonaron en el exterior. Le dijo 'hola' a Caridad y Caridad se deshizo en lágrimas. El resto de la mañana y todas las que vinieron luego no dejó de repetir otra palabra: 'gracias'.
Tres días después llegó el siguiente hito en forma de traslado a planta. Los momentos más comprometidos habían pasado, pero el triunfo definitivo aún quedaba lejos. «Seguía monitorizado, debían moverme al principio con una grúa, aún tenía la cabeza embotada», explica. El paso a la habitación 358, la sensación casi olvidada de comer por uno mismo aunque fuera una dieta blanda, confirmaban la mejoría. Sin embargo, las malas noticias aún no se habían agotado. Fue allí donde informaron a Federico de que su madre había fallecido hacía semanas, mientras él estaba inconsciente en la UCI. «Ha sido un año para olvidar», zanja satisfecho al menos de que su mujer y su hijo, también afectados por el COVID, lo hayan superado sin más efectos que una ronquera o la pérdida del olfato.
Por más vueltas que le da, no sabe dónde ni cuándo se pudo infectar. Tampoco cómo, porque no tenía ninguna patología previa más allá de algún kilo extra y ni siquiera tomaba medicación. Mirar atrás supone un esfuerzo baldío. En lo que está ahora es en la rehabilitación. Dos días en el hospital y otros tantos en casa con una fisioterapeuta particular que le llena de 'deberes' que cumple con ahínco y disciplina. «No es fácil volver a ser el que eras», admite. «En la UCI tu cuerpo se pone del revés, pero es que cuando sales tu cabeza también tiene que colocarse en orden y es necesario leer periódicos, hablar con la gente, recuperar sensaciones».
Lo ha pasado mal. Y no solo él. «Tú te contagias, pero es toda la familia la que cae enferma porque están pendientes de ti y sufriendo igual», reflexiona antes de enfilar la calle de vuelta a casa y aprovechar para avisar: «Que por favor todo el mundo tenga mucho cuidado y cumpla las normas, porque esto va muy en serio: el COVID no es ninguna broma». Fede lo sabe bien. Ha nacido otra vez.