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Leticia y Javier se han instalado con sus dos hijos en Ollauri. Han cambiado las largas horas en transporte público (a pesar de que su hijo es un gran fan del metro) por ratos familiares de paseo al aire libre.
La pequeña localidad riojalteña, situada en la zona más septentrional de la región, cuenta unos 300 habitantes y desde este curso tiene colegio propio después de casi 30 años cerrado.
«Su apertura fue el desencadenante de una idea que nos rondaba desde hacía mucho tiempo -explica Leticia-, lo que pasa es que no nos decidíamos por motivos de trabajo. Nunca llegábamos a hacerlo».
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Ella trabajaba en una residencia de ancianos como peluquera, pero se encontraba en situación de ERTE, y él es informático en una empresa. Pero, como consecuencia de la aparición del COVID y ante la posibilidad que se le presentó a Javier de teletrabajar, no se lo pensaron.
«A mí Ollauri siempre me ha parecido un pueblo precioso y veníamos siempre que podíamos», recuerda. Pero querían convertir su pequeño paraíso vacacional, cuna de la abuela paterna, en el escenario de su día a día.
Aquí aparece el segundo desencadenante importante: «Habían puesto fibra en el pueblo, y se abría la opción real de que mi marido pudiese desempeñar su profesión desde aquí», explica.
Dada la situación sanitaria actual, la posibilidad de volver a un estado de confinamiento era otro de los motivos por los que se planteaban cambiar de vida. «No me gustaba el panorama que se presentaba en Madrid con la vuelta al instituto y al colegio y, además, me preocupaba que nos volviesen a confinar y que los niños volviesen a quedarse encerrados».
Y es que a su hijo pequeño le pasó factura. Según explica Leticia, tuvo episodios de ansiedad, pérdida de apetito y se mostraba muy irritable: «Cuando nos levantaron el confinamiento, a principios de junio, en cuanto terminaron las clases, nos vinimos. Y el niño se recuperó enseguida».
El contacto con la naturaleza, la libertad que proporciona el pueblo para los pequeños, «algo impensable en Madrid, que siempre salían con nosotros... Se reúnen un montón de motivos que, al final, nos hicieron decidirnos. Nos lanzamos, vinimos, probamos y estamos muy contentos todos», asegura.
El benjamín de la familia, Héctor, que tiene ocho años, va al recién inaugurado colegio de Ollauri, al que también fue su abuela.
Y su hija mayor, Paula, con 12, acude al instituto en Haro. «No tiene nada que ver con el anterior, allí había mucha más gente, más de todo. Además, justo le tocaba cambiar de centro porque empezaba Secundaria, así que el cambio se ha producido, pero en La Rioja».
Según su madre, ambos están muy contentos, el cambio ha sido muy positivo para ellos y se han adaptado rápidamente a sus nuevos entornos.
En el caso de Javier, que tiene 43 años, la llegada de la pandemia obligó a su empresa a desarrollarse prácticamente en su totalidad a través del teletrabajo, algo que se va a mantener porque han descubierto que esta opción funciona.
Leticia trabajaba únicamente tres horas en el centro de mayores, por lo que no le supuso inconveniente tratar de llevar a cabo su trabajo de peluquera aquí, «incluso con más trabajo, porque aquí hay más gente mayor».
Y es que, aunque no fue definitivo, la diferencia en el coste de la vida en Ollauri no tiene nada que ver con los gastos de vivir en la capital, sin contar los constantes desplazamientos que se realizan en una ciudad grande.
«No tiene nada que ver la vida. Incluso en el contacto con las amistades, la gente es muy agradable y nos han acogido enseguida. La calidad de vida, la experiencia para nuestros hijos al desarrollar su vida en el pueblo».
Preguntada por alguna dificultad que se hayan encontrado, tiene que pararse a pensar mucho: «El acceso a internet no es un problema, la fibra ya estaba instalada y funciona bien porque mi marido necesita buena conexión; servicios, puede ser que echemos de menos tiendas, farmacias, supermercados debajo de casa, pero tenemos Haro a cinco minutos. Antes, para ir al centro comercial también teníamos que coger el coche y tardábamos mucho más».
Paula y Héctor se mostraban exultantes. «Sí echo un poco de menos a mis amigas, pero solo nos veíamos en el colegio. Cuando terminaba, no quedábamos. No nos dejaban ir solas por ahí. Ahora es muy diferente». Para Héctor, el cambio de un cole bilingüe a uno rural, en el que comparte clase con niños de otras edades, ha sido mayor. «Es mejor –afirma–, porque me dan asignaturas de mi edad y luego hay ratos comunes». Ha pasado de tener veinte a siete compañeros. «Ahora me hace más caso el profesor. Además, me gusta estar también con niños más pequeños y enseñarles cosas».
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