A Diego le gusta nadar. Antes de que la pandemia dinamitara las rutinas, una de sus vías de escape más placenteras consistía en prepararse la bolsa con el bañador, el gorro, las gafas, una toalla y llegarse hasta la piscina. No necesitaba mucho tiempo para ... disfrutar. Unos largos y flotar un rato sobre el agua climatizada le bastaban para relajarse y sentirse mejor. El confinamiento primero y el endurecimiento de las restricciones ahora le han arrebatado ese pequeño placer. «Lo echo un montón de menos porque me deja muy calmado», relata. «Igual que me falta el contacto físico con los míos; un beso, un abrazo, un achuchón...» Con 41 años y un cuadro de esquizofrenia paranoide diagnosticado cuando cumplió los 22, Diego es una de tantas personas con enfermedad mental de La Rioja a quienes el COVID ha trastocado bruscamente el delicado equilibrio que mantienen a base de disciplina, hábitos sociales y una estricta medicación. «Si te digo la verdad, al principio, cuando no podíamos salir de casa, aquello me parecía una fiesta», relata en las instalaciones de la Asociación Salud Mental La Rioja (antes ARFES), donde es usuario del centro ocupacional. «Luego, a medida que pasaba una semana tras otra y veía que no podía salir ni siquiera a dar una vuelta a la manzana, me entró un agobio tremendo». Una sensación compartida con una buena parte de la población, pero que en su caso se agrava por las especiales condiciones de vida a las que está obligado. «La frustración se acumula y a veces me entra una tristeza que no sé explicar; es como si no tuviera ganas de hacer nada y hasta me cuesta dormir». La misma sensación de malestar interno que en ocasiones se traduce en nerviosismo. «A veces noto tanta impotencia que puntualmente tengo que tomar alguna pastilla para relajarme», explica.
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Aún con todo, Diego se reconoce un privilegiado entre tanta incertidumbre. Su estado le permite vivir autónomamente. Percibe una pensión y a su alrededor cuenta con un entorno social que le arropa. No ocurre igual con compañeros que sufren patologías análogas. «Conozco gente que lo está pasando fatal», cuenta. «Yo tengo amigos, una familia, pero hay algunos que están absolutamente solos y no pueden recurrir a nadie». «Si con todo esto del virus a veces tengo malos ratos, para ellos es un auténtico infierno», dice.
Con sus palabras describe sin pretenderlo la realidad que acompaña a una parte de los enfermos mentales. Especialmente entre las personas diagnosticadas de un trastorno mental severo o grave de curso crónico, no es infrecuente que su situación esté lastrada además por carencia de recursos y un contexto en condiciones muy precarias, incluida la vivienda y la alimentación. No es el caso de Diego. En su casa dispone por ejemplo de conexión a Internet o televisión, que en los momentos de mayor soledad le salvan de dar vueltas a la cabeza. Y también el respaldo y las prestaciones de una asociación abocada a hacer un ejercicio de imaginación y sobreesfuerzo para amoldarse a las restricciones sin descuidar el servicio. «El día que cerró el centro ocupacional por el confinamiento –16 de marzo– lo pasé fatal, pero me fui acostumbrando y cuando volvieron a abrir en junio lo cogí aún con más ganas», rememora Diego. La cobertura va más allá y, a falta del contacto directo tan necesario en este tipo de perfiles, se ha articulado un seguimiento psicoterapéutico vía telefónica cuando no es posible a nivel personal. «Y la comida», apostilla. «Era un puntazo que te trajeran los platos a casa en aquellas semanas que no tenías ganas ni de levantarte del sofá».
Diego sólo aspira a que «este rollo agobiante» pase por fin. A que una mañana se levante y los días vuelvan a ser como antes de que la mascarilla se convirtiera en una prenda de vestir más y los negocios de su barrio echaran la verja. «No sabes lo que daría por ir a tomar un café a mi aire», suspira. Tanto como zambullirse otra vez en el agua de una piscina.
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