El espíritu indomable del coño de Irene
Gacetilla de un tipo confinado (LI) ·
¿Cómo distraerse para soportar el paso de los días de presidio, del torvo neolenguaje de la distopía vírica y del coñazo de sus señorías?El coño de Irene lleva conmigo más de treinta años. Me refiero, no se escandalicen, al libro de Louis Aragon, el más festejado de la colección 'La sonrisa vertical', una iniciativa editorial auspiciada por Luis García Berlanga que se abrió de capote en 1977 con 'La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona', de Camilo José Cela. Ayer, quizás por el calor, quizás por los hoscos efluvios de bruma arenosa que me llegaban desde ese páramo de inteligencia y sensatez que es el Senado, me dio por deslizarme a través de las páginas del 'Coño' (de Irene) y distraerme un poco para soportar el paso de los días de presidio y el proceloso asunto de la nueva normalidad desescalada, del torvo neolenguaje de la distopía vírica y del coñazo adusto de sus señorías.
Vayamos a lo importante. ¿Qué es el coño de Irene? Vean: «Un surco humano donde los navíos al fin perdidos, con su maquinaria ya inutilizable, volviendo a la infancia de los viajes, despliegan en su mástil improvisado el velamen de la desesperación».
El poeta surrealista penetra en un siniestro prostíbulo de provincias y descubre a la reina del serrallo: Irene, una sombra de gacela tensa como un arco sobre la mar. «Entre los pelos rizados, qué bella es la carne: bajo ese bordado bien compartido por el hacha amorosa, amorosamente aparece la piel pura, espumosa, láctea».
Irene siempre fue así: «A los catorce años, se entregó a un mozo de labranza. Luego hizo que lo despidieran»
Irene siempre fue así de bélica desde que nació: «A los catorce años, se entregó a un mozo de labranza. Luego hizo que lo despidieran». Y es dura, muy dura: «No es sentimental con sus amantes. Cuando tiene ganas, hay que satisfacerla. O adiós». Y no soporta las cuestiones melifluas: «Un hombre le aburre por momentos, sus palabras, su estupidez. No cree que se pueda hacer nada mejor que dejarlo y tomar a otro». Y es inequívoca en su deseo: «No le gustan las mujeres. Lo probó, por supuesto. Valía si se daba el caso, si se aburría, pero el placer no le parecía muy distinto del que ella misma podía darse. Ella necesita al hombre. Y sus comodidades». Con Irene al lado «la idea del prójimo se disuelve» y sabe muy bien que los placeres del amor son lo esencial. Todo lo demás le parecen moratorias, bagatelas porque ella «posee y domina» a la vez.
La tarde se puso espesa y yo cándido. Apuré el libro y salí a caminar con 'El coño de Irene' en su huequecito de la estantería desde hace tres décadas.
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