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Entierro en Logroño de una víctima de COVID-19, el pasado mes de mayo Justo Rodriguez
500: El COVID mata a quinientos riojanos

504 duelos con sus 504 lutos

Una cifra que encierra toda la frialdad de cada estadística pero que se convierte en drama cuando se repasa lo que guarda en su interior

Jorge Alacid

Logroño

Jueves, 12 de noviembre 2020, 11:59

Imagine quien lea estas líneas que durante la mañana se da una vuelta por la localidad riojana de Alesanco, cercana a San Millán, y observa que sus habitantes se han evaporado. Todos los 509 vecinos allí empadronados según el último censo, a fecha de 1 de enero de este infausto año. O que un fenómeno semejante le ocurre cuando visita Anguciana, corazón de La Rioja Alta, población vecina a Haro. Un vecindario volatilizado desde marzo, cinco centenares de almas que desaparecen de repente, en apenas unos meses. Mujeres y hombres, ancianos en su mayoría, pero también jóvenes de uno y de otro sexo, que tenían aún la vida por delante. Medio centenar de vidas que se despiden bruscamente, sin apenas oportunidad para decir adiós a sus seres queridos, víctimas de una enfermedad de la que apenas habían oído hablar allá en ese invierno que ahora parece tan lejano. 504 muertes. Una cifra que encierra toda la frialdad de cada estadística pero que se convierte en drama cuando se repasa lo que guarda en su interior. 504 proyectos truncados, millones de lágrimas, un sentimiento común de desolación e incomprensión ante la dificultad de digerir un drama de proporciones mayúsculas. 504 duelos con sus 504 lutos.

El dato estremece pero todavía despierta un escalofrío superior cuando se tiene en cuenta con qué se compara. Cuál es la casuística convencional de la mortalidad en la región, en un año que no se viera afectado por el coronavirus. El 2019, por ejemplo. Las estadísticas oficiales no detallan como causa de fallecimiento entre los riojanos una patología concreta (un determinado tipo de cáncer, una clase detallada de infarto) que cause 500 víctimas al año, pero sí anota una serie de datos que ofrecen una visión panorámica de la cuestión: hubo el pasado año en La Rioja 849 fallecimientos por tumores, sin especificar de qué índole, las enfermedades del sistema respiratorio se cobraron 365 vidas (una al día) y como consecuencia de males relacionados con el sistema cardiaco se registraron 985 decesos, distribuidos así: 128 por infarto agudo de miocardio, 127 a causa de insuficiencia cardíaca y 222 endosadas en el apartado de enfermedades cerebrovasculares, entre otros factores de mortalidad. ¿Comparación con el coronavirus? Es sencilla: cualquiera puede elegir una variable y hacerse su propia idea de qué significan esas 504 muertes. Casi la población entera de Anguciana. O de Alesanco.

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En donde fracasan los datos, y tal vez también el periodismo, es en radiografiar con precisión qué supone ese medio millar de vidas desaparecidas en términos emocionales. Porque una circunstancia común a la práctica totalidad de esos 504 fallecimientos tiene que ver con la soledad y el desamparo con que dejaron este valle de lágrimas. Este periódico, como otros medios, procuró dar voz a sus deudos, construir una semblanza de unas cuantas de esas muertes a partir de cuanto de memorable distinguió a sus protagonistas, ingresar en el territorio sombrío y fronterizo entre la vida y la muerte (los hospitales, la UCI del San Pedro) o explicar en lo posible la frialdad coincidente de todos estos duelos, el protocolo reducido a su mínima expresión en tanatorios y cementerios. Fue tarea fallida, en buena parte de los casos: se extendió desde las distintas administraciones un manto protector sobre este particular que, con la justificación de velar por la razonable intimidad que merece un trance de tanto dolor, acabó invisibilizando las consecuencias más funestas de la pandemia. Todas esas muertes que parecían no existir. Todas esas muertes que son bastante más que una hoja excel.

Y que pueden en realidad ser unas cuantas más. Durante estos meses se ha observado una desviación en las tasas de mortalidad desde las estadísticas que maneja el Ministerio de Sanidad y las comunidades autónomas y otro registro, también oficial, donde se recoge un aparatoso aumento de fallecimientos por causas desconocidas. No es osado aventurar que esa diferencia radica en que habitaron entre nosotros pacientes afectados por el COVID-19 que fallecieron sin que fueran diagnosticados como tales. En el caso de La Rioja, los dos últimos recuentos así lo indican: del 19 de marzo al 22 de abril hubo 274 muertos más de los esperados (se esperaban 212 y fueron 486) y entre el 14 y el 20 de septiembre, un exceso de 32.Se esperaban 39 y hubo 71.

Las dos primeras muertes se notificaron el 10 de marzo: dos mujeres, ambas con patologías previas, fallecidas en el San Pedro

Ocho meses después, cuando miramos hacia atrás, es imposible no conmoverse pensando en quiénes éramos nosotros aquel 10 de marzo

Son números que engrosan su particular relato de este dramático 2020. Las emociones viajan sin embargo por su lado y fijan un triste itinerario que se inauguró el 10 de marzo en La Rioja: ese día se anotaron las dos primeras víctimas mortales. Dos mujeres. Una riojana de 73 años con pluripatología previa, que llevaba unos días ingresada en el San Pedro, y otra mujer aquejada de varias dolencias además del coronavirus, que había sido hospitalizada en ese mismo centro sanitario un mes antes. Ocho meses después, cuando miramos hacia atrás, es imposible no conmoverse pensando en quiénes éramos nosotros aquel 10 de marzo. Pensando en tanto vacío, en todas esas vidas que se llevó el virus. Pensando que, sin darnos cuenta, aquellos días de marzo un pueblo entero formado por 500 personas empezó a desaparecer ante nuestros ojos.

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