Por ramos no fue. Fue más bien por apatía colectiva. Por que otra cosa no, pero ramos, en Sorzano, hay para aburrir. Tantos como dejó tirados el abuelo (ahora debidamente ordenados, «De nada Miguel») cuando el coronavirus le pilló a medio podar los olivos ... y lo encerró en Logroño. Desde allí, como maestro que fue, va trasladando las pertinentes lecciones: los dejáis todos juntos aquí; acordaos de regar esto; el abono lo tenéis aquí; si queréis resembrar hacedlo ahora; el herbicida hay que darlo dos veces... Tutoriales a distancia de quien espera que le den permiso para remontar la Nacional 111. Hasta entonces se tiene que conformar con fotos de lo que vamos perpetrando con mejor intención que resultado.
«Hoy es Domingo de Ramos», dijo en algún momento del día Valentina imaginando un ramo repleto de chucherías colgantes y cubierto de esas tiras infinitas de palomitas que nuestras madres cosían para darle lustre a la rama de olivo que alguien había rescatado de algún huerto familiar. Eligió los dos más grandes (uno no apto para la capacidad física de su hermana), pero sin chuches que colgar, se conformó con dar medio paseó alrededor de casa y devolverlos al lugar en donde esperan una próxima incineración.
Con 'La historia interminable' como nuevo referente cinematográfico familiar (la hemos visto ya dos veces en menos de 24 horas y amenazan con un visionado diario durante toda la Semana Santa) aquí ya nos hemos (se han) declarado oficialmente en vacaciones. Sin tarea pendiente para estos tres días que nos separan del Jueves Santo, Valentina ya ha hecho sus propios planes de vacaciones. La otra, la pequeña, los tiene hechos desde que llegamos a Sorzano y vive en un perenne estado vacacional del que algún día habrá que rescatarla.
Casi, casi como los primos. Ellos también están 'encerrados' en el pueblo de sus abuelos (que sería de todos nosotros sin los abuelos) desde que las clases se suspendieron y ayer, por fin, conseguimos tender una línea directa entre Sorzano y Mansilla para ver que tampoco es que echen demasiado de menos el colegio. Menos ahora que por fin alguien, además de víveres, les ha acercado la videoconsola con la que matar el tiempo (entre otras muchas cosas).
Ayer, sin procesiones, sin chuches con las que decorar ramos, declaradas en rebeldía vacacional, con la televisión restringida (ya solo nos hace falta esconder un poco mejor las tablets para evitar que acaben viendo lo que su madre, muy acertadamente, define como «chorradas») y pese a disfrutar de un confinamiento privilegiado, todo les aburría. Y eso, a la postre, es una buena noticia. «Es que nos aburrimos», suele decir Valentina erigiéndose en portavoz de su hermana en un intento de tocar la fibra sensible para que les dejemos ver la tele o la tablet. «No sabes lo bueno que es aburrirse. Tienes que aprender a aburrirte», le contesta su padre en plan Pepito Grillo insoportable. Y ayer lo hicieron, ayer no hubo súplica alguna: Valentina cogió un libro y Henar se convirtió en un rollito humano de cojines y esterillas (nunca hubiera imaginado que eso fuera divertido...).
Al final no les va a venir tan mal esto.
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