La pandemia ha obligado a reformular miles de preguntas para encontrar respuestas urgentes. La mayoría sanitarias y económicas, pero también sobre el tratamiento visual e ... informativo del virus. En ese frente trabaja Rebeca Pardo, doctora en Bellas Artes, vicedecana de Investigación y profesora en la Universidad Internacional de Cataluña (UIC Barcelona). Tras varias investigaciones, la experta de Rincón de Soto, donde vivió el confinamiento de marzo, acaba de ser becada por la Fundación Grifols para profundizar en la vertiente bioética de las imágenes, la enfermedad, muerte y duelo durante el COVID-19.
–¿Cuáles son los límites de las imágenes sobre las consecuencias mortales del COVID?
–Mostrar lo que sucede siempre es necesario. Y, sobre todo, registrarlo, documentarlo. La cuestión es cómo se muestra, cuándo y dónde se hace. Sobre esa base, no es necesario mostrarlo todo a todo el mundo ni en toda su crueldad, pero no podemos anestesiar visualmente a una población a la que se están pidiendo grandes sacrificios. Nuestra relación con la fotografía de la enfermedad, la muerte y el duelo ha de ser repensada y hemos de estar abiertos.
«Ocultar imágenes de las muertes quizás ha contribuido a que muchos no se sientan interpelados»
–¿Debió publicarse por ejemplo la imagen de los féretros en el Palacio de Hielo de Madrid u otras que han trascendido sobre la cruda realidad de las UCI?
–Han de publicarse imágenes del dolor igual que de la felicidad porque también eso es la vida. Ocultarnos las imágenes de la muerte, de la UCI, quizás haya contribuido a esa sensación de muchos jóvenes que no se han sentido interpelados o afectados por todo lo que estaba sucediendo. Creo que esas imágenes, más allá de la polémica generada, fueron importantes para comprender las dimensiones del drama y ver por primera vez esa muerte que poblaba las estadísticas diarias. Por otra parte, no se publicaron más estampas de este tipo ni puede hablarse de un exceso o sobrecarga. Entiendo que la intención fue denunciar la situación, por lo tanto, podría justificarse la fotografía por la necesidad de informar a una sociedad que se ha distanciado tanto de la muerte real que ya no soportamos verla, aunque nos rodeen imágenes de violencia y muerte ficticia.
–Al final de la pandemia, cuando la vacuna se extienda y todo pase, ¿servirán esas fotos como antídoto contra el olvido?
–Sí, pero con sus sesgos y limitaciones. Y es que, el problema de fondo es qué fotografías se han hecho y quién las ha tomado. Sabemos que se ha impedido la entrada a hospitales a fotógrafos especializados. Los de agencia, por otro lado, tienden a realizar imágenes más espectaculares e inmediatas. Están las fotos que han hecho los propios sanitarios desde dentro, las pocas de los afectados quizás por el temor a la estigmatización social... Tendremos, en fin, imágenes icónicas, pero no cubrirán todo lo sucedido ni todos los puntos de vista.
–¿Se puede llegar a un equilibrio entre la ética y el drama al abordar visualmente una realidad tan dramática?
–El equilibrio es posible, aunque hay que convivir con que no siempre todo el mundo estará contento. Los enfermos de COVID y sus familiares merecen un respeto a sus derechos, pero también cabe publicar fotografías sin mostrar rostros o de personas que voluntariamente se ofrecen a dar testimonio porque creen que hay que concienciar o enviar un mensaje. Es decir, todo es posible si se hace bien y valorando el conjunto de implicaciones.
–¿Se visibiliza con la suficiente intensidad a quienes están al otro lado del drama como ejemplo de conductas encomiables?.
–Más allá de las protestas y las heroicidades hay seres humanos enfrentándose a situaciones muy complicadas. Hablo del personal sanitario, pero también los trabajadores mantienen las tiendas de alimentación o el transporte activos... Lo importante es dar visibilidad a todos y todas: desde los jóvenes con secuelas a las mujeres científicas, pasando por los colectivos más vulnerables.
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